Otro juego afgano
«¡DEJA ahora que tu mirada vague sobre Samarcanda!/ ¿No es acaso la reina de la Tierra? ¿No se eleva su altivez acaso/ por encima de todas las ciudades?/ ¿No está acaso el destino de todas ellas en sus manos?» Siglo XIV: Tamerlán, desde el corazón de su ciudad, que es capital del mundo, contempla, en el poema de Edgar Allan Poe, su vasto imperio. Pero el gran parapeto de esa ciudad está en un desolado territorio más al sur, allá donde ningún ejército puede adentrarse. A pocos kilómetros de la ciudad más bella, se extiende un espacio abrupto, que Tamerlán juzga el escudo de ese imperio suyo, cuyas fronteras imprecisas marcan lo que hoy llamamos Turquía, Irak, India, Rusia, China. No existen aún ni las fronteras ni los nombres que fingirán una unidad a esa rocosa fortaleza del Imperio Timur: Afganistán. Desde los más altos días de otro Imperio, el británico, se ha jugado allí, entre desfiladeros secarrales y grandes campos de opio, buena parte del destino del mundo. Igual que hoy. Más o menos.
«¡DEJA ahora que tu mirada vague sobre Samarcanda!/ ¿No es acaso la reina de la Tierra? ¿No se eleva su altivez acaso/ por encima de todas las ciudades?/ ¿No está acaso el destino de todas ellas en sus manos?» Siglo XIV: Tamerlán, desde el corazón de su ciudad, que es capital del mundo, contempla, en el poema de Edgar Allan Poe, su vasto imperio. Pero el gran parapeto de esa ciudad está en un desolado territorio más al sur, allá donde ningún ejército puede adentrarse. A pocos kilómetros de la ciudad más bella, se extiende un espacio abrupto, que Tamerlán juzga el escudo de ese imperio suyo, cuyas fronteras imprecisas marcan lo que hoy llamamos Turquía, Irak, India, Rusia, China. No existen aún ni las fronteras ni los nombres que fingirán una unidad a esa rocosa fortaleza del Imperio Timur: Afganistán. Desde los más altos días de otro Imperio, el británico, se ha jugado allí, entre desfiladeros secarrales y grandes campos de opio, buena parte del destino del mundo. Igual que hoy. Más o menos.
No se requiere mucho más para entenderlo que un mapa ante los ojos. Y la sosegada lectura de un par de relatos mayores de Rudyard Kipling, para irlo punteando. Afganistán es un cruce de caminos. Por el cual pasó la ruta del comercio fastuoso de la seda. Por el cual pasó luego, y hasta hoy sigue pasando, la de otro más opulento y asesino: el del opio. Y en el cual no era siquiera pensable la existencia de un Estado, porque era aquello algo más primordial que Estado o que nación algunos: tierra de saqueadores nómadas, la de aquellos «forajidos coronados de guirnaldas» que disparan en espiral la fantasía más febril de Poe; gentes, como su Tamerlán, sin tiempo ya para sueños: «podéis llamar a eso esperanza -ese fuego de los fuegos-,/ pero es sólo la agonía del deseo». Presente perpetuo. Eterna ausencia de historia, de futuro.
A esos parajes hoscos accederán dos tipos verdaderamente duros en el relato de Kipling. El hombre que pudo reinar habla de un par de soldados tallados en el seco pedernal del imperial ejército británico. Si no ellos, ¿quién podría jamás hacerse rey de aquel agujero en la nada? Afganistán es la última frontera, piensan. Todo allí será posible. Y parece a punto de ir a consumarse aquel milagro: unir, en algo que poco a poco reproduce las instancias y los mitos del propio imperio del cual ambos mercenarios vienen, tribus, hordas, bandoleros dispersos. Luego, como por un rayo que el trueno no llegó a anunciar, son fulminados: allá donde la ausencia de historia se venga vertiginosamente de todo aquel que sueña instaurar, en medio de ella, el más convencional curso del tiempo. Kipling, que conocía mejor que nadie lo imposible de tal apuesta, deja caer en su relato lo más hondo de esa melancolía suya que recorre las más grandes y las más oscuras de sus obras: Kim, o los escuetos repertorios del infierno que pueblan sus relatos indios, su despiadado despliegue de los fumaderos de opio, su honda meditación sobre la ceguera.
¿Hoy? El Gran Juego que dibujó Kipling sigue desplegando sus estrategias, porque el opio es, más que nunca, negocio colosal en cuya base está la inaccesible red de forajidos que tejió la realidad afgana: menos románticos, eso sí, que aquellos portadores de guirnaldas, cuya feroz belleza cantaba Poe. Pero hay más. Entre el Irán islamista y nuclearizado, y el nuclear Pakistán en permanente acoso islámico, hay sólo la devastación afgana. Y entre Pakistán y la India, la línea más frágil de misiles nucleares del planeta. Si alguna vez hubo allí Gran Juego, ese damero es ahora. Y el envite no es Samarcanda, sino el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario