Sombreros
Visitó Alfonso XIII el Coto de Doñana con asiduidad. En la primera visita, decidió darse un garbeo en solitario por aquella maravilla de la naturaleza. Se encontró con uno de los guardas jurados y se fumaron un pito mientras conversaban. –Hoy viene el Rey, y me encantaría conocerlo-. El Rey se lo puso fácil. -Acompáñame y saludarás al Rey. Es muy fácil reconocerlo. Cuando el Rey entre en el patio de La Marismilla todos se quitarán el sombrero. El que lo mantenga en su sitio, será el Rey–. Y así lo hicieron. Y así se comportaron los presentes. Todos se quitaron el sombrero menos el guarda y el Rey. –¿Ya sabes quién es el Rey?–; y el guarda, analizando la situación, fue preciso. –O tú o yo–.
En las sombrererías de la Plaza Mayor –las pocas que resisten–, se palpa la desmoralización. A través de los cristales de sus escaparates no se ven viandantes con sombrero. Van a la ruina. Es bueno enfrentarse a la crisis con resoluciones inesperadas. A más crisis, más sombreros a la medida. Grises marengos, grises claros, marrones… Los que vayan a ser novios o testigos en una boda, no duden en hacerse un sombrero de copa. No sirve para nada. Se lleva en la mano, pero concede un grandioso empaque. Y en los escasos minutos en los que coronan al portador del chaqué, hay que aprovechar para saludar a las señoras. Un hombre que se quita el sombrero de copa para saludar a las mujeres no tiene nada ganado en esta vida, pero lógicamente, si es creyente, alcanzará el Reino de los Cielos con más celeridad que un enemigo de los sombreros. Con el sombrero volverá la cortesía, la buena educación y el paisaje estético. Háganme caso. En las próximas fiestas de Navidad y Reyes, regalen sombreros.
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