Juegos de guerra
«¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? El hombre es/ el sueño de una sombra». En la bella traducción de Carlos García Gual, los versos de Píndaro dibujan el horizonte sobre el cual los Juegos Olímpicos han jugado su función litúrgica en el arte del bien morir, que sólo está, para un griego, en la consagración a la guerra, en la cual prueba su valía el ciudadano. Porque «no atrae a un hombre sin coraje el gran peligro. Y, entre quienes tienen un fatal morir, ¿por qué rumiar sentado en la tiniebla sin objeto hasta una oscura vejez?... Y el que vence consigue para el resto de su vida una muy dulce placidez, gracias a los juegos». El que vence. ¿Qué hay del derrotado? Ninguna piedad: la piedad no es virtud griega. «Sobre cuatro adversarios arremetiste/ desde lo alto, planeando su daño», exalta Píndaro al vencedor en el torneo de lucha. «Para ellos no se decidió de igual modo que para ti en Delfos un regreso jubiloso, ni al llegar de vuelta junto a su madre una suave sonrisa/ suscitó el regocijo. Por las callejuelas,/a escondidas de sus enemigos/ se deslizan temerosos, desgarrados por su fracaso». Así debe de ser, pues que los Juegos no son más que la ceremonia sagrada de la guerra. Y «Pólemos (Guerra) es -Heráclito lo quintaesencia en un feliz aforismo- padre de todas las cosas, y de todas señor». Los juegos de Olimpia, de no ser juegos de guerra, se harían despreciables para un ciudadano heleno. Como juegos de guerra, son el punto desde cual la visión griega del mundo se construye. Y el que pierde está muerto. En lo anímico del juego, como en lo corporal de la batalla.
«¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? El hombre es/ el sueño de una sombra». En la bella traducción de Carlos García Gual, los versos de Píndaro dibujan el horizonte sobre el cual los Juegos Olímpicos han jugado su función litúrgica en el arte del bien morir, que sólo está, para un griego, en la consagración a la guerra, en la cual prueba su valía el ciudadano. Porque «no atrae a un hombre sin coraje el gran peligro. Y, entre quienes tienen un fatal morir, ¿por qué rumiar sentado en la tiniebla sin objeto hasta una oscura vejez?... Y el que vence consigue para el resto de su vida una muy dulce placidez, gracias a los juegos». El que vence. ¿Qué hay del derrotado? Ninguna piedad: la piedad no es virtud griega. «Sobre cuatro adversarios arremetiste/ desde lo alto, planeando su daño», exalta Píndaro al vencedor en el torneo de lucha. «Para ellos no se decidió de igual modo que para ti en Delfos un regreso jubiloso, ni al llegar de vuelta junto a su madre una suave sonrisa/ suscitó el regocijo. Por las callejuelas,/a escondidas de sus enemigos/ se deslizan temerosos, desgarrados por su fracaso». Así debe de ser, pues que los Juegos no son más que la ceremonia sagrada de la guerra. Y «Pólemos (Guerra) es -Heráclito lo quintaesencia en un feliz aforismo- padre de todas las cosas, y de todas señor». Los juegos de Olimpia, de no ser juegos de guerra, se harían despreciables para un ciudadano heleno. Como juegos de guerra, son el punto desde cual la visión griega del mundo se construye. Y el que pierde está muerto. En lo anímico del juego, como en lo corporal de la batalla.
La gran estafa del siglo pasado no fue inventar los «Juegos Olímpicos modernos». Eso fue sólo negocio, gracias al cual un puñado de listos, salpimentados por todo el planeta, han venido viviendo como pachás sin dar un palo al agua. Envidiable ingenio. Que su fundador, aquel Barón de Coubertin al cual admiraba sinceramente Hitler, fueran racistas en el límite del delirio, tampoco es que resulte de una originalidad extraordinaria. Seguro que no fue el único en pensar, por aquellos finales del siglo XIX, eso tan pintoresco de que «hay dos razas distintas: la de mirada franca, músculo fuerte, marcha firme, y la de los enfermizos, de aspecto resignado y humilde y aire derrotado. Así es en los colegios, así en el mundo: los débiles son desechados, el beneficio de esta educación sólo alcanza a los fuertes... La teoría de la igualdad para todas las razas humanas conduce a una línea contraria a todo progreso... La raza superior tiene toda la razón al negar a la raza inferior ciertos privilegios de la vida civilizada». Que Hitler lo propusiera como candidato para el Premio Nobel de la Paz, tampoco levanta en mí demasiado escándalo, vistas las gentes que han gozado de ese galardón. Y visto que hasta Garzón aspira a eso.
La gran estafa de verdad es que alguien haya tenido la poca vergüenza de presentar los Juegos Olímpicos como celebración pacífica. No ya por lo del Berlín hitleriano, ni por lo del México de la matanza de Tlatelolco, ni siquiera por el universal matadero chino. Sencillamente porque, en la esencia de su definición, Olimpiada es celebración ritual del culto bélico, exhibición del justo dominio de las artes de guerra. O no es nada. Para eso servía -noblemente- a los griegos, que como tal la elevaron a lo más alto de sus festividades. Para eso sirvió -innoblemente- al Berlín nazi de 1936, al México priísta de 1968, al Moscú carcelario de Brezhnev, al inmenso campo de concentración chino...
Nada tengo contra los juegos de guerra. Siempre que no se finjan otra cosa.
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