Vicios privados, públicas virtudes
«La libertad del pueblo está en su vida privada; no la perturbéis». En su axioma, quintaesencia el Saint-Just de 1794 la clave única de la democracia: la cortante distinción entre lo público y lo privado; el blindaje legal de lo privado frente a lo público. Sin eso, no hay garantía de libertad. La razón es elemental: la democracia se erige sobre la más imponente máquina de acumulación de poder y violencia que ha conocido la historia: el Estado moderno. Sin un duro automatismo legal que lo proteja, el ciudadano está condenado a ser hecho fosfatina por dicha máquina. Sólo el veto a cualquier interferencia en lo privado salva a los individuos de su completa deglución por el Leviatán público.
De ese axioma -del cual derivan todos los demás que definen una democracia constitucional- ha partido una sentencia que puede no resultar simpática, pero sin la aplicación de cuyo criterio los cimientos constitucionales se desmoronarían. El juzgado 16 de lo penal ha dictado sentencia contra quienes publicaron la lista de afiliados a un partido (de la oposición, lo cual no es en este caso anécdota), en la cual se incluían, además de nombre y apellidos, direcciones y números de teléfono, sin contar con ningún «consentimiento de los perjudicados». La calificación del magistrado Ricardo Rodríguez, a la vista de esos hechos, que los acusados mismos reconocen como ciertos, me parece, en puridad constitucionalista, difícilmente discutible: «el derecho al respeto de la privacidad asegura al ciudadano una esfera en la que éste puede desarrollar y realizar su personalidad, sin injerencia de los poderes públicos o de otra personas, y la intromisión ilícita en tal privacidad está tipificada penalmente».
Los términos del debate deberían ser -al margen de pasión y gremio- acotados muy en frío: la afiliación a un partido político, ¿es acto privado o público?
Distingamos. La afiliación, como la pertenencia o militancia, a un partido, una sociedad filantrópica o una comunidad religiosa, es decisión privada. Inequívocamente privada. Y, sin procedimiento judicial por medio, ningún derecho legal hay a publicar la dirección y teléfono del defensa central del Villaconejos Fútbol Club, ni los del devoto de la adoración nocturna en la parroquia de San Francisco el Grande, ni los del miembro del club de fans de Rocío Jurado, ni los del vocal primero de la asociación de los amigos de los chipirones a la romana. Poseer o no el carné de un partido, como haber pasado o no por una pila bautismal, una circuncisión o un bar-mishvá, son actos privados. Que deberían quedar exentos a la enferma obscenidad del ojo público.
Vivir de un carnet de partido, ser un profesional que cobra con cargo a los impuestos públicos, es otra cosa. Aquel que cobra de todos, está necesariamente expuesto, las veinticuatro horas del día, a soportar el ojo de quien le paga. El sueldo público excluye la vida privada. Y la excluye tanto más, cuanto más desproporcionada es la ratio entre el público sueldo de los políticos y el escuálido de quienes se ganan la vida trabajando. Ni un solo parlamentario, ni el más insignificante concejal, ni ningún aparatchiki que cobre la fracción que sea de nuestros impuestos tienen derecho a vida privada. Todo lo suyo es nuestro. Lo hemos comprado. A exageradísimo precio. Lo hemos pagado. Nos guste o no.
Pero de ésos, no publica nadie direcciones ni teléfonos privados. Resultaría demasiado peligroso. Para quienes se atrevieran. Del indefenso militante de base, sí. Sobre todo, si lo es de un partido en la oposición. Sale gratis. Salvo que un juez decente diga que ya está bien de tanta burla.
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