Conócete a ti mismo
Cuando los antiguos griegos entraban en el templo de Apolo en Delfos podían leer un lapidario «Conócete a ti mismo». Lo que los servidores del dios Apolo deseaban inculcar en la mente de los visitantes no era la necesidad de saber lo que había en su interior, sino más bien la de percatarse de que eran simples mortales que no podían pretender competir con la Divinidad. El que cruzaba el umbral debía ser consciente de que era meramente un ser humano y que, por lo tanto, estaba sujeto a las servidumbres de la mortal condición como el cambio de fortuna o la desgracia. He meditado mucho en la frase délfica durante los últimos días al contemplar lo que parece irreversible decadencia de María Teresa Fernández de la Vega. Durante años, María Teresa Fernández de la Vega ha servido con una fidelidad canina a ZP. En octubre de 2004, se prestó a ser su representante en una ceremonia en honor de ese golpista sanguinario que se llamó Lluis Companys. Dos meses después, puso la cara en medio de un temporal de nieve que dejó de manifiesto lo que nos esperaba con el gobierno socialista. Ya en 2005, presionó a Solbes –que se veía venir la crisis económica– para que no dimitiera sino que soportara con paciencia al comando del gasto. En marzo de 2006, justificó que la ERC –aliada de Z– se dedicara a extorsionar por carta a determinados funcionarios indicándoles que debían entregar cantidades al partido. En mayo de ese mismo año, se sumó a los embustes de Bono sobre una agresión que nunca sufrió en el curso de una manifestación de víctimas del terrorismo. A finales de ese mismo año, ella –la hija de un funcionario aupado a un alto cargo por el falangista Girón de Velasco– defendió sin pestañear el disparate jurídico de la Ley de Memoria histórica, algo terrible, sin duda, pero menos que el negar durante meses y meses que ZP negociara con ETA. Tras los atentados de la T-4, María Teresa Fernández de la Vega marchó a Suiza en una misión cuyos extremos nunca han sido aclarados. Y a eso añadan ustedes episodios tan significativos como el de la reprimenda propinada en público a María Emilia Casas, la presidenta del Tribunal Constitucional, o la persecución judicial contra periodistas como Carlos Dávila o Mayte Alfageme, cuyo crimen fue informar veraz y documentadamente sobre las irregularidades legales perpetradas por la vicepresidenta para empadronarse en Valencia. Todavía hace unas horas y en el más puro estilo zapateril, la vicepresidenta afeaba la higa de Aznar mientras pasaba por alto la actitud salvaje de un grupo de fascistas jóvenes –no es un error de calificación, ya saben ustedes que el clásico dijo que hay dos clases de fascistas: los fascistas y los antifascistas– que insultaba al antiguo presidente del Gobierno. Ni siquiera José Blanco ha mostrado tanta devoción, tanta entrega, tanta sumisión a ZP como María Teresa Fernández de la Vega y ahora queda fuera de la Comisión famosa que va a cortar el bacalao de la política española. No sólo eso. Casi todos la dan por finiquitada en el círculo interior. Confiemos en que la vicepresidenta, que es una católica ejemplar –se lo he escuchado decir a dos cardenales– encontrará en la religión el consuelo necesario para estas horas amargas.
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