¡CAMPEONES!!!!!!

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jueves, 11 de marzo de 2010

Pedro G. Cuartango

La ilusión de la perdurabilidad

Conforme pasan los años, he ido haciéndome a la idea de que la muerte es inevitable. Hay gente que prefiere ignorar este hecho, pero yo soy dolorosamente consciente de que he entrado en la recta final de mi vida. Lo peor no es el acto de morir sino la sensación de que, a los 54 años, se empieza a acabar el tiempo. Hay proyectos que nunca retomaré, libros que jamás volveré a leer, cuadros que no podré ver y ciudades soñadas que jamás visitaré. Pero esa sensación de avance hacia el abismo me obliga a la vez a mirar hacia atrás, a aferrarme a un pasado cada vez más lejano en el que encuentro lo mejor de mí mismo, la razón que justifica mi vida. Durante los últimos años, los recuerdos de mi niñez han adquirido una pasmosa nitidez que parece más real que las imágenes del presente. Siento la agradable sensación de un día de verano a la sombra, bajo un toldo, en un carro tirado por un caballo mientras subo a San Juan del Monte en Miranda de Ebro. No puedo calcular la edad. Tal vez, tenía entonces tres o cuatro años. Veo las blusas rojas, la fuente, la explanada, las mesas de piedra. Huelo todavía el embriagador aroma del tomillo en verano. Todos me parecen jóvenes y felices. Pero aquel mundo sólo pervive ya en mi memoria y en la de unos pocos. Somos los testigos de una época a punto de desaparecer, de una manera de vivir que ya no existe. Mi abuelo, nacido en 1900, me contaba cómo vio volar el primer avión sobre Miranda cuando tenía 10 años desde la Picota. Para mis hijas, mis recuerdos son tan lejanos como las historias que me narraba el padre de mi padre. El tiempo se lo traga todo, pero ¿a dónde van los recuerdos? ¿Subsiste en nosotros la memoria de nuestros antepasados? ¿Hay algo que resista a la acción devastadora de los años? Nuestra vida es una débil luz que se enciende en la oscuridad durante unos segundos y se apaga para siempre. Vivimos con la ilusión de la perdurabilidad, pero pasamos sin dejar rastro por una playa infinita de la que somos una simple gota de arena. Aun así, no podemos renunciar jamás a la dolorosa sensación de una individualidad que se aferra a esos momentos que se desvanecen en la eternidad. Hay una escena impresionante en Blade Runner, la película de Ridley Scott, en la que el replicante recuerda antes de morir que él ha visto cosas en otros mundos que el ser humano no puede ni siquiera imaginar. Yo también he sentido una emoción inexplicable e intransferible al leer un soneto de Shakespeare o al ver ponerse el sol en los acantilados de Bretaña. Esos tesoros, esos momentos van a desaparecer en la nada, lo queme empuja a escribir estas líneas para que quede algo en la memoria de quienesme siguen ome quieren.

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