Molina Sánchez
Se ha muerto el pintor José Antonio Molina Sánchez. Lo dice La Verdad de Murcia, la que se vende en los kioscos, y también la verdad inexorable que siempre nos aguarda tras la esquina. Tiene forma de adiós, esta tristeza, esta noticia gélida, nevada, como de un mal guardián en el centeno, como de entierro azul de la sardina. Era un recolector de albas en primavera. Era un cultivador de la hermosura. Era un huerto, y un río, y una cinta, y un arpa. Era como una fruta, tuyo y mío. Era como un sombrero de mil alas.
Molina pintaba bien. Pintaba maravillosamente. Dios santo, pintaba como sólo pintan los que prestan su aliento a los museos, y mojan sus pinceles en la tarde africana, y se dejan robar cualquier aplauso con tal de ver un rayo romperse en mil colores justo en la intimidad de su ventana. Pintaba con un trazo curvilíneo y copioso. Transparente, de puro apelmazado. Daban ganas, sus cuadros, de irse a vivir a un mundo no confuso, sino color guindilla, o azafrán, o cereza. Pintaba, Molinica, como quien tiene un trópico en las manos. Sus lienzos nunca adornan, acompañan. Te recuerdan que no existe el olvido. Que entre la eternidad y el horizonte, se van dando recados los hombres y sus almas. Almas con sus perfiles de escultura, con los ojos recién amanecidos, con todas las banderas del amor desplegadas, con una celestial desobediencia. Si quisieran ustedes ver la bondad sin grietas, contemplarla, como un hombro desnudo, colgarla en las paredes de su casa, se harían los dueños de un Molina viudo como quien compra un ángel de la guarda.
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