Ciudadana M
Usted conoce a la ciudadana M. Si quizá no se ha cruzado con ella misma, sí que ha tenido algún tipo de contacto por la calle, en la cafetería, en el supermercado con millones de ciudadanas que le son semejantes. La ciudadana M vive en un barrio obrero de una capital. Sabe lo que es intentar ganarse la vida en un ambiente que no es fácil y también conoce los mil y un sudores que hay que atravesar para conseguir un techo bajo el que cobijarse por las noches. No, no vive en una gran residencia. Ni siquiera en un adosado. Su vivienda se reduce a un modesto piso y que no falte. Y un día, el ayuntamiento le envía un requerimiento señalándole que la van a echar de su casa. La ciudadana M y sus vecinos se precipitan al ayuntamiento para enterarse de qué razones poderosas pueden existir para dejarlos en la calle con lo puesto, sin que, para remate, se haga referencia alguna a un proceso legal, a un justiprecio y a una indemnización. Pero personados en el ayuntamiento, ni a la ciudadana M ni a ninguno de sus vecinos les dejan ver un expediente que, por su propia naturaleza jurídica, es público y abierto a las partes interesadas. Y entonces llega la orden de desahucio, un desahucio que ha de cumplirse inexorablemente ese viernes. Un arquitecto acude entonces a examinar el inmueble. Lo recorre al derecho y al revés en busca del más mínimo motivo que justifique desalojarlo por ruina como pretende el ayuntamiento. Pero no tarda en llegar a una conclusión irrefutable y es la de que no existe ninguna razón para ejecutar ese procedimiento de urgencia. Precisamente por ello, asegura a la ciudadana M y a los vecinos que no hay nada que exija su desalojo ya que las estructuras están perfectamente y, desde luego, no amenazan ruina. Sin embargo, el ayuntamiento, al parecer, no está dispuesto a enredarse en procedimientos legales concebidos para defender los derechos de los ciudadanos por humildes que sean. La ciudadana M y sus vecinos deben ser expulsados sin contemplaciones de la casa en la que han vivido tantos y tantos años. Derramando lágrimas y con una mano delante y otra detrás. El episodio que acabo de relatar no ha acontecido en la Roma de Nerón, ni en la Venezuela chavista, ni siquiera en aquel Egipto de Faraón en el que los esbirros del monarca tapaban el canal que un pobre agricultor había excavado durante años para que lo pasara un escarabajo símbolo de la divinidad. Los acontecimientos han sucedido hace apenas unas horas en el madrileño Puente de Vallecas donde, por obra y gracia de Tutangallardón, se va a levantar, si Dios no lo remedia, una central térmica que no sólo no guarda la distancia legal de cualquier núcleo habitado sino que además, según declaraciones de la propia Esperanza Aguirre, carece del preceptivo informe de impacto medio-ambiental. No tengo la menor duda de que en una democracia de funcionamiento normal alguien que, como el alcalde de Madrid, priva así de su vivienda a unos ciudadanos inocentes estaría acabado en política. Y además pocos lo llorarían. Si acaso alguno de esos humoristas a los que considera «muuuuy buenos» y que ahora podrían ir a Eurovisión teniendo en cuenta que Karmele Marchante ha sido descalificada.
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