Garzonadas
                                                            El juez Baltasar Garzón considera que, al  igual que Casanova con las mujeres, la judicatura está para  beneficiársela. Por aquellos tiempos vivíamos a cuatro tiros de piedra  de la Audiencia Nacional y a la hora de comer solían caer por mi casa a  tomarse unos huevos fritos Baltasar Garzón y otros jueces como Ventura  Pérez Mariño, que fue el que ajustició a Mario Conde y a Javier Gómez de  Liaño, que tiempo después fue ahorcado por el primero. Allí nos  dedicamos a hablar mal del gobierno de los socialistas de la época y  hasta el Monarca caía en la tenida. Es mala cosa que los periodistas nos  enamoremos de nuestros personajes, y así vi al juez Garzón un héroe en  la lucha contra ETA; después obsecuente con Felipe González, quien lo  llevó al segundo puesto en las elecciones del 94; prometiéndole el oro y  el moro, que al final se quedó en una Secretaría de Estado de lucha  contra la droga. Por supuesto, muy poca cosa para el ambicioso Garzón,  que como mínimo aspiraba a un Ministerio. Regresó a la Audiencia  Nacional y fue el que puso la X a Felipe González en la «trama del GAL».  Según el juez estrella fueron mis artículos quienes lo convencieron de  que la dichosa X era F.G.. Su final fue una rosa de los vientos, quizás  inoculado por el afán de lucro. Ha tenido dos asignaturas pendientes: el  control de su esquivo peso yo-yo, y hablar y escribir fluidamente en  inglés. Garzón, impenitente, continuó cavando su propia fosa empeñado en  autopublicitarse hasta llegar al paroxismo. Hoy está en una montería,  mañana en el palco del Barça, porque él, como ZP, es un culé a muerte,  siempre ha de ser niño en el bautizo y muerto en el entierro. Pese a su  gesto adusto, es el mejor contador de chistes que se me ha dado a  conocer y un seductor profesional. Está más blindado que un carro  «Sherman», figura de las guerras de Irak. Creo que se salva de los tres  sumarios que le atosigan.
 
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