¡CAMPEONES!!!!!!

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domingo, 25 de abril de 2010

Antonio Burgos

Los dos grandes señores del 92

Los que quieren ser una nación le organizaron funerales de Estado, quizá como un ensayo general con vestuario para el Estatut Catalá. Vestuario de gala de los mozos de escuadra, ese ridículo uniforme que si se lo pusieran los municipales de mi pueblo, menudo cachondeo: con chistera y con alpargatas. No, mire usted: o menos alpargatas o menos chistera, pero llevar chistera con alpargatas es como si en la Feria de Sevilla yo migara las gambas en el café.
Hablo de los fastos funerarios por José Antonio Samaranch. Crespón negro en las cinco barras catalanas. La Familia Real allí al completo, pelando guardias, que para eso los catalanes son los catalanes. Toda España recordando la vida del señor de los cinco anillos, su pasado de camisa azul cuando el escudo de las cinco flechas de Falange simbolizada el centralismo del Movimiento sobre una fachada entera de la calle Alcalá. Apagadas esas sombras, los focos de los obituarios se centran en la llama olímpica. Y sobre todos los elogios, uno general, de allende y aquende el Ebro: fue el gran señor de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ya lo creo. En España esas cosas se hacen así. Si no hay un hombre con ideas y voluntad tras las instituciones, aquí no se hace nada, ni se mueve un papel. Barcelona tuvo Olimpiada porque se le ocurrió a Samaranch, porque Samaranch hizo de su muñidor, porque convenció a los propios catalanes y después al mundo y se hartó de mandarles complacencias a los mangones del Comité que tenían que votar la candidatura, y lo tramó todo perfectamente, hasta aquel bote colectivo de los maragales de turno cuando por fin anunciaron que la ciudad elegida era la Condal. «Amigos para siempre», Barcelona y la Olimpiada del 92, Barcelona y la modernización de la ciudad, Barcelona y su imagen ante el mundo. Y «amigos para siempre» los catalanes con su agradecida memoria a Samaranch. Sin Samaranch, Coby no habría sido posible.
Hubo en el 92 dos ciudades españolas que vivieron un proceso de ilusión colectiva semejante y paralelo: Barcelona y Sevilla. El 92 de Sevilla se llamó Exposición Universal. Sirvió para lo mismo que las Olimpiadas a Barcelona: para modernizar y reformar la ciudad, para dar confianza en sí mismos a sus vecinos, para alumbrar esperanzas, para hacerla sonar ante el mundo. Y como ocurrió en Barcelona con Samaranch, la idea del 92 sevillano también fue obra de un hombre. Del otro gran señor del 92 español: de Manuel Prado y Colón de Carvajal. Sevilla tuvo Expo del 92 porque se le ocurrió a Manuel Prado. Fue su «fagamos una obra tal que los siglos venideros nos tomen por locos». Prado, como Samaranch, fue embajador de España, hombre habilidoso, gran estratega. Dinamizador social, creo le dicen a eso. Manuel Prado convenció a los sevillanos de su locura del 92 en forma de Expo y negoció con diplomacia y apasionamiento ante la Oficina Internacional de Exposiciones. En menos de horas veinticuatro improvisó planos y proyectos de lo que sólo era una idea en el erial de La Cartuja. Lo que vino luego, ya se sabe. Para lo bueno y para lo malo, ahí está la idea de Manuel Prado, de La Cartuja al Ave, hecha realidad. Como Samaranch, Manuel Prado murió. Pero sin funerales de Estado. Sin que la Familia Real fuera a su entierro. Manuel Prado murió después de un triste crepúsculo de soledad, enfermísimo, encarcelado, arruinado, abandonado hasta por sus amigos y, lo que es más triste, no sólo olvidado por Sevilla, sino sin que la ciudad se atreva ahora a dedicarle una calle en La Cartuja que hizo posible, avergonzada de honrar su memoria, no vayan a decir... Así es España, así es Cataluña y así es Sevilla. Y así nos va. En los funerales de Estado de Samaranch, yo me he acordado de Manuel Prado. De los dos grandes señores del 92 español, Manuel Prado y Colón de Carvajal fue el más señor.

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