¡CAMPEONES!!!!!!

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lunes, 19 de abril de 2010

Gabriel Albiac

Inventario de cenizas

«En nada tiene la Naturaleza mayor aprecio a la semilla del hombre que a la de la hormiga», escribe Giacomo Leopardi, en versos memorables. Sólo una superstición vacua nos lleva soñarnos distintos. «Seréis como dioses» es la clave primera de esa fantasía. A la cual es más propio llamar delirio. Pero semilla de hormiga o de hombre son lo mismo, desde el horizonte causal de esa infinita red determinativa a la cual llamamos naturaleza. Apenas nada. Sólo precariedad de quien percibe, por debajo de sus retóricas, la primordial sospecha de que -en fórmula de aquel asceta matemático que fuera Blaise Pascal-, si cualquier nadería nos consuela, es porque, a fin de cuentas, es poquísimo lo que se precisa para destruirnos. Vivir entre dos infinitos, llama a ese dual estar, sin el cual no hay animal consciente que soporte la vida: la infinita grandeza, la dimensión más ínfima. No es, claro está, lo que le «terra» sólo el cruce de espacios cósmicos y tenues tramas de microscopio. Grandeza y nimiedad son, ante todo, atributos morales. De ahí el terror en el vértigo de una oscilación siempre incierta. Baile al borde del precipicio.
Estos días, la ironía del tiempo -el tiempo, ese quevediano mal «que a la muerte me lleva despeñado», no puede sino ser endiabladamente irónico- ha superpuesto la bella secuencia de ambas opuestas retóricas humanas. Infantiles, claro está, porque en el hombre sigue pudriéndose siempre el niño estúpido que fuimos y que, para nuestra maldición, nunca se extingue. Hace muy poco, publicistas que no tienen por qué saber una palabra de aquello acerca de lo cual escriben, acuñaban la restallante fórmula «máquina de Dios», para hacer metafórica referencia al recién inaugurado acelerador de partículas: «máquina de Dios», esto es, autómata del infinito. Desde hace cuatro días, la aviación europea se colapsa. ¿La causa? Un avatar natural de lo más tonto: la muy finita erupción de un volcán de nombre enrevesado en la mínima Islandia. Y las máquinas más indispensables para la comunicación en una sociedad moderna, los aviones, quedan súbitamente colapsados. Por tiempo indefinido. Del infinito al cero. En medio, todas las ridiculeces con que un par de avispados sinvergüenzas han logrado inundar de fe la, tan dada a la fe, mente de los bichos hablantes: los humanos somos tan, tan deíficamente poderosos y, al tiempo, tan, tan demoníacamente desalmados, que estamos a punto mismo de trastrocar los climas, enfebrecer al planeta y, apocalípticos como somos, destruirlo. Palabra de Dios. En este tipo de materia, la enormidad no erosiona la creencia. A mayor desmesura, fe más alta.
Los grandes del Barroco sonreirían. Nada aprenden los hombres del paso de los siglos. Spinoza, que sabe hasta qué punto gustan los hombres de dejar delirar su fantasía para luego atribuir a la naturaleza o Dios sus locuras de manicomio, hubiera reído de buena gana ante el dislate: al fin, pensaba él que sólo la alegría hace que este diario desbarajuste que es vivir entre los hombres resulte un poco soportable. Al bueno de Pascal, es muy probable que la cosa le hubiera merecido sólo desprecio: así de irrisoria es la presunción altiva de los hombres. Hombres. Máquinas de repetir siempre lo más necio. Autómatas espirituales, de los cuales ironiza el judío español en Ámsterdam. Máquinas de repetir litúrgicamente los gestos más descerebrados, constata el piadoso jansenista. Las cenizas de Islandia nos dicen lo que somos. Lo sabía ya el Góngora que sentencia nuestro destino de náufragos siempre al borde de quedar «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada».

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