Florentino Portero

Gordon Brown

Gordon Brown, el primer ministro del Reino Unido en funciones, comunicó ayer su renuncia al liderazgo laborista. Era una noticia esperada, a la vista de su fracaso electoral y de su desencuentro personal con Clegg, máximo dirigente de los liberal-demócratas. Carecía de margen de maniobra y lo mejor que podía hacer era quitarse de en medio.
Para la izquierda británica es una excelente noticia. Brown había debilitado al partido por su lucha fratricida con Blair y por su pésima gestión al frente del Gabinete. Los laboristas habían reconquistado el poder con un programa renovador, más abierto al mercado y menos dependiente de los sindicatos. Tras la retirada de Blair, Brown dio un giro hacia formas caducas de entender la política socialista que llevaron a su Gobierno a un callejón sin salida. Con un nuevo dirigente como Miliban, actual responsable de la política exterior, el laborismo puede recuperar su pulso y volver a ser una opción de Gobierno en un tiempo breve.
Para Cameron, sin embargo, es una pésima noticia. Al tiempo que las conversaciones con los liberal-demócratas no parecen avanzar por las enormes diferencias programáticas, Clegg abre una nueva línea de negociación con los laboristas, con quienes tiene mayores puntos de contacto. No dejan de ser variantes de la izquierda británica. Un Gobierno laborista-liberal sería una coalición de fracasados, pero con cuatro años por delante para cambiar su imagen o, incluso, para refundar la izquierda británica en una sola formación más acorde con los tiempos. En el mejor de los casos Cameron se va a encontrar con un Clegg fortalecido por disponer de una segunda opción y siempre con la duda de si es posible establecer un entendimiento para toda una legislatura. La idea de que un Gobierno conservador estaría abocado a unas elecciones anticipadas gana terreno.