¡CAMPEONES!!!!!!

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miércoles, 5 de mayo de 2010

GABRIEL ALBIAC

Grecia bajo la lluvia

El reguero del agua rebotaba sobre el plástico grueso que antes debió ser saco de cemento o de abono. Luego, pesadamente, salpicaba sobre el suelo. En la esquina, un conserje se acurrucaba junto a la vetusta estufa eléctrica que se había traído de casa, porque allí, sin la estufa, no había ciertamente nadie que aguantase. Era febrero y había nevado sobre Creta: la nieve, al cubrir la playa de Ámnisos en la cual los aqueos atracaron sus cóncavas naves un día, tenía una serenidad majestuosa; aún ahora, al recordarla, me pregunto si aquello no fue un sueño. Pero ese día en Heraklion no nevaba ya; caía la lluvia a manta. Y el agua que se colaba a través de opulentas goteras, antes de hacer su charco a dos pasos de la estufa encendida del conserje, rebotaba ruidosa sobre el saco de grueso plástico transparente que un alma bondadosa había colocado, abombado, sobre el Príncipe de los Lirios.
Unos tres mil cuatrocientos años antes, alguien había artesanado, sobre el muro de un palacio laberíntico, aquel prodigio de etérea delicadeza. Arthur Evans lo sacó a la luz a comienzos del siglo veinte. Cnosos sigue poniendo, ante la vista de quien visita sus ruinas, el milagro de un mundo refinado que se perdió para siempre. Queda el tesoro -uno de los más altos que conserve galería alguna en el mundo- del Museo Arqueológico de Heraklion. El Príncipe que, entre lirios, se diría más danzar que estar caminando, es su pieza maestra. Lo rodean los frescos de damas de belleza suntuosa: danzarinas, princesas o cortesanas. Y otros de jóvenes que juegan con el toro. La leyenda de Asterión, el híbrido de toro y hombre encerrado por su padre Minos en el laberinto sin salida, resonaba con aún más fuerza que las gotas de lluvia sobre el saco de plástico.
No era hace tanto. O sí. Mil novecientos ochenta y siete. Aunque, entonces, aquella Creta en la cual viví un invierno era exactamente como lo que yo recordaba de la España de mi infancia en los cincuenta. Ajena al tiempo, hospitalaria y plácida.
Me dicen que hoy -no he vuelto- Heraklion tiene el museo modélico que exige una acumulación así de belleza irrepetible. Y que no hay azar ya meteorológico que pueda amenazar al sosegado Príncipe, a sus damas suntuosas, a sus esbeltos volatineros. Y aun cuando nada más que para eso hubiera servido la Unión Europea, bien está que haya existido. No hay obra de arte que pertenezca a nadie. Si es de verdad obra de arte. Como no la hay de inteligencia humana. Cualquier lugar del universo es adecuado para el Príncipe. Lo es, para la Victoria de Samotracia, o para el ábside de San Martín de Fuentidueñas sobre la loma verde que domina, frente a Nueva York, el Hudson, o para el Guernica, da igual dónde... Lo es cualquier lugar que garantice lo único a lo cual la obra de arte pertenece: la intemporalidad, el cuidado blindaje frente a la erosión del tiempo. Tres mil cuatrocientos años después, el fresco del que pasea entre los lirios sobrevive. Debe sobrevivir, mientras todos pasamos.
Grecia no es un país. Menos aún, esa cosa triste de políticos corruptos y crónica incompetencia y mastodóntico funcionariado, que pudre desde hace ya tanto tiempo a un país de gentes sabias, escépticas y hospitalarias. Grecia es la memoria de Europa. De una Europa que, sin duda, ha muerto; que, sin duda, murió en los cinco años que tejieron, entre 1914 y 1919, el trágico sudario de una civilización que acabaría por suicidarse en los años cuarenta. Quedan ruinas. Quedan reliquias. Y eso es Europa. La única Europa que vale la pena sacrificarse por seguir salvando de la pesada lluvia. A cualquier precio.

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