¡CAMPEONES!!!!!!

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miércoles, 19 de mayo de 2010

José T. Raga

¿El fin del bluf...?

Ya sabemos que todas las cosas temporales en este mundo tienden a su fin que, en cuanto que temporales, mientras no tengan otra dimensión, es su extinción. Ésta es tanto más profunda, cuanto más énfasis se haya puesto en ella, y cuanto mayor haya sido el soporte público para su sostenimiento. Y, me pregunto yo, ¿a nadie, de toda la corte, se le ha ocurrido pensar en ello?

Desde principio de 2005, hemos hablado hasta la saciedad de que se estaba generando un desajuste en el mercado inmobiliario, con un claro predominio de la oferta de viviendas; lo que llegó a conocerse popularmente como "burbuja inmobiliaria". La expresión burbuja inmobiliaria encontró acogida en nuestras conciencias, pasando rápidamente de su configuración y anuncio públicos a mostrar el peligro de estallido que era de prever cuando el recipiente –mercado– no fuera capaz de tolerar la presión a la que se le estaba sometiendo. Y, como era natural, el estallido se produjo, y de él se derivaron consecuencias por todos conocidas, como quiebras empresariales, quiebras familiares con pérdida de la vivienda hipotecada, desempleo, insolvencias financieras, falta de confianza en el sistema, etc.

Nadie, en cambio, parecía quererse enterar de la otra burbuja, que día a día aumentaba también de presión, y que bien podría configurarse como "burbuja Zapatero". El peligro de su estallido era superior al de la anterior, de hecho no estaba confinada a un solo sector económico –la construcción en aquel otro caso– sino que afectaba a la vida de la Nación española en su conjunto; ni siquiera se reducía exclusivamente a la esfera económica.

Muchos, o quizá no tantos porque el pesebrismo tiene un efecto de gran eficacia, hemos venido advirtiendo del peligro de esta burbuja y de su estallido, como también advertíamos, en su momento, de los problemas que podía causar la otra. Inicialmente, cuando así lo anunciábamos, nos limitábamos a sufrir los improperios de los servidores públicos –hay que llamarles de alguna manera, y ésta es la denominación oficial– que, junto con los medios rendidos a sus argucias, nos calificaban una y otra vez como antipatriotas. Con ello, y con la satisfacción que les producía, olvidaban, con irresponsabilidad manifiesta, que la burbuja Zapatero aumentaba día a día su presión y que llegaría un momento en el que el estallido estaría garantizado.

Mientras tanto, farsas, vanidades, engaños, escándalos promovidos con auxilio de las más nobles tareas públicas, garzonazos, gürtelazos, etc. desviaban la atención del verdadero problema que no era otro que el estallido de la mencionada burbuja. Se pensaba, sin duda, que la mentira podría convertirse en la moneda fuerte de la acción política. Es más, que podríamos contravenir la vieja norma del engaño y que, por primera vez en la historia de la humanidad, podríamos engañar a todo el mundo todo el tiempo. La habilidad, que no la inteligencia, de nuestro presidente Zapatero así podría conseguirlo. Por ello, la burbuja siguió aumentando de presión ante la inacción de los más cercanos al insuflador, el cual siguió insuflando más y más presión, lo que significaba más y más peligro.

Cuando los que no tenían por qué ser patriotas –Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea...–, advertían del peligro, la cosa se solventaba dentro de nuestras fronteras asegurando, con nuevo engaño, que el problema real era que aquellos organismos no sabían muy bien qué es lo que pasaba en España. A nosotros sólo nos quedaba un estribillo en cada uno de estos casos, y era que nosotros sí que lo sabíamos. Pero en fin, la corte era tan numerosa y estaba tan bien alimentada que era muy difícil luchar y sobre todo vencer en una dialéctica mediatizada por el poder y la mentira.

El problema ahora reviste, para mí, dos vertientes nuevas: una se limita a preguntar, también a los fieles, si consideran que ha estallado la burbuja Zapatero, porque a lo mejor es que nos tienen manía; la segunda es que ningún miembro del Gobierno y ninguno del arco parlamentario de la oposición que aprobó los presupuestos año tras año –me importa poco que fuera un voto a cambio de dinero o de prebendas–, está legitimado para levantar la voz reclamando consideración a sus juicios o a sus valoraciones. Es más, si tuvieran el mínimo aprecio por su propia dignidad, desde el presidente del Gobierno hasta el más insignificante de la tropa referida, deberían pedir perdón por el engaño prolongado, por el desastre producido y, tras ello, retirarse de la vida pública y dedicarse a actividades lícitas lejos de la esfera social.

Al no ser capaces de administrar adecuadamente la libertad en un mundo en democracia, es decir, al no asumir la responsabilidad que la libertad entraña, España, un país soberano, vive intervenido, escribiendo al dictado de lo que determinan otras potencias más responsables y más prudentes; y menos mal que esto es así. El problema es que los que más sufren en este nuevo escenario no son los que provocaron el estallido –al fin y al cabo no les importa demasiado su dignidad personal– sino todos los españoles, y más intensamente los que menos tienen.

Las medidas que se ponen en marcha en estos momentos vendrán a lacerar más aún las economías más débiles, aunque, como un engaño más, se pregonen impuestos más altos para las rentas más elevadas; como si éstas fueran a quedarse quietas y tranquilas pagando las liquidaciones resultantes. Que espere sentada la Agencia Tributaria y el Gobierno y, sobre todo, que pidan que no se desplace actividad económica huyendo de los mayores impuestos anunciados, porque el invento, inicialmente demagógico, podría convertirse en perverso y dañino para el empleo y para la convivencia.

¡Ah! Se me olvidaba: y, por favor, no me lo expliquen; ya no tengo edad para oír tanta fantochada ni para creer tanta mentira.

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