¡CAMPEONES!!!!!!

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lunes, 19 de julio de 2010

Luis del Pino

El kuroko

El kabuki es una peculiar forma de teatro japonés, muy estilizado y dramatizado, que posee una enorme fuerza expresiva. Originalmente, el kabuki lo realizaban mujeres, que se encargaban de interpretar los papeles tanto masculinos como femeninos, pero en 1629 el imperio japonés prohibió las compañías femeninas de kabuki porque atentaban contra la moral y ese tipo de obra de teatro pasó a ser realizado por hombres.

Para los japoneses, el kabuki - que puede tener temática heroica, doméstica o de danza - está lleno de sentido, de connotaciones y de referencias de todo tipo. Cada gesto y cada entonación de los actores tiene su porqué. Pero para nosotros, para los occidentales que nos asomamos por vez primera a una de estas obras de teatro, el conjunto resulta incomprensible. Ni el lenguaje, ni los gestos, ni las poses, ni la escenografía nos dicen nada de nada.

Esta semana, se ha celebrado en nuestro país el debate sobre el estado de la Nación. Y todavía ha habido medios, bien es verdad que con un entusiasmo perfectamente descriptible, que se preguntan quién lo ha ganado, si Zapatero o Rajoy. Como si, a estas alturas, a alguien le importara un bledo quién haya ganado o dejado de ganar ese debate sin sentido.

El debate sobre el estado de la Nación se ha convertido en una liturgia que a nadie interesa y que todo el mundo, incluidos sus protagonistas, sabe que no sirve para nada. Ni en él se discute realmente sobre los problemas de los ciudadanos o de la Nación, ni de él sale ningún tipo de iniciativa que redunde en ningún cambio para la Nación o para los ciudadanos.

Es el mismo tipo de liturgia gastada y aburrida que el debate de presupuestos, en el que se discute también sobre conceptos huecos, se adoptan posturas previamente decididas y se aprueban unas cuentas que todo el mundo sabe que no se van a cumplir.

Cuando Zapatero accedió al poder - ¿lo recuerdan? - se le llenaba la boca diciendo esa memez de que iba a construir una "democracia deliberativa", una democracia en la que el Parlamento fuera el centro del debate político. En lugar de ello, por supuesto, lo que ha hecho - con el inestimable concurso del resto de las fuerzas políticas - es terminar de matar al Parlamento, terminar de convertirlo en una institución hueca y sin sentido. El Parlamento está muerto en España, como lo están otras instituciones. La única institución todavía viva que existe en nuestro país es el Boletín Oficial del Estado.

Para comprobar que el Parlamento está muerto, basta con hacerse una pregunta: si enviáramos a sus señorías a su casa y los jefes de los distintos grupos parlamentarios se limitaran a reunirse en un despacho para discutir a puerta cerrada y tomar decisiones utilizando un mecanismo de voto ponderado, ¿cambiaría algo? ¿Verdad que no?

Si jubiláramos a los diputados y dejáramos sólo a los dirigentes de cada grupo parlamentario, la utilidad del Parlamento no sufriría merma ninguna, por la sencilla razón de que, en la práctica, así es como se funciona ahora: las posturas de los parlamentarios están previamente acordadas y nada de lo que se dice o se deja de decir en el Congreso sirve para variar los equilibrios de votos. Cada parlamentario vota lo que su jefe de filas ha decidido de manera previa a los debates. Todas las decisiones, todas las negociaciones, todo el juego de alianzas, se decide en los despachos, antes de que los parlamentarios ocupen sus escaños.

Lo cual indica, por supuesto, que la labor de los parlamentarios - y, por tanto, del propio Parlamento - es perfectamente prescindible.

En esas circunstancias, el debate sobre el estado de la Nación se ha convertido en un auténtico kabuki político, que podrá ser muy importante para sus protagonistas y para esos espectadores iniciados que forman la casta política, pero que para nosotros, los ciudadanos, no tiene sentido ninguno. Ni los políticos hablan en un lenguaje que la gente de la calle pueda comprender, ni los gestos, las poses o la escenografía nos dicen ya nada a quienes no vivimos de la política.

A diferencia de lo que sucede en las obras de teatro occidentales, en las que los cambios de escenario entre un acto y otro se suelen realizar con el telón bajado, en el kabuki muchos de los cambios de escenario se realizan a la vista de todo el público, mientras los actores continúan interpretando.

Los encargados de llevar a cabo esos cambios de escenario son conocidos con el nombre de kuroko y tanto los actores como el público los consideran invisibles. Aunque un kuroko se encuentre en mitad del escenario, trabajando, todo el mundo se comporta como si allí no hubiera nadie.

También ese peculiar kabuki político nuestro - el Parlamento - tiene su kuroko. Sobrevolando el debate; presente siempre, a pesar de los pesares, detrás de la contienda política, el sufrido pueblo español continúa trabajando para que los actores del teatro puedan seguir con la función. Nadie le dedicará nunca un aplauso, que estará reservado a quienes viven de la interpretación, a quienes han hecho del teatro su medio de vida. Nadie le prestará nunca atención, porque todos han adoptado el convenio de considerarlo invisible.

Pero el kuroko - el pueblo español - está ahí, aunque todos quieran hacer como que no lo ven. Y sin él, sin su trabajo y su esfuerzo, el kabuki político no podría funcionar.

Antes o después, llegará el momento en que el kuroko se rebele contra ese ninguneo sistemático a que la clase política lo somete. Antes o después, el kuroko se plantará en mitad del escenario y le preguntará al público a bocajarro si no va siendo ya hora de que en la obra se hable, también, de sus problemas.

Porque hasta el kuroko más paciente termina, supongo yo, hartándose de que todo el mundo lo trate como si fuera invisible.

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