De España a la EspañETA
La historia es un convoy de paradojas aberrantes y la humanidad la claque del club de la tragedia. De ahí que, muchas veces, el humor -el que amarga, el más negro- resulte imprescindible puestos a hablar en serio. Cuando Steiner afirma, por ejemplo, que Hitler fue el artífice del Estado de Israel, ni exagera ni miente. Se limita a hilvanar, en clave paradójica, una broma macabra que todavía nos concierne. Y si, ahora y aquí, cambiando de escenario, no de género, dijésemos que España sólo es una realidad incuestionable para la escoria criminal de ETA, no estaríamos haciendo un chiste fácil ni formulando un disparate irreverente. Así que dicho queda. Y allá se las componga esa caterva de tartufos y embusteros que considera que una verdad incómoda es un delito de lesa convivencia.
La historia es un convoy de paradojas aberrantes y la humanidad la claque del club de la tragedia. De ahí que, muchas veces, el humor -el que amarga, el más negro- resulte imprescindible puestos a hablar en serio. Cuando Steiner afirma, por ejemplo, que Hitler fue el artífice del Estado de Israel, ni exagera ni miente. Se limita a hilvanar, en clave paradójica, una broma macabra que todavía nos concierne. Y si, ahora y aquí, cambiando de escenario, no de género, dijésemos que España sólo es una realidad incuestionable para la escoria criminal de ETA, no estaríamos haciendo un chiste fácil ni formulando un disparate irreverente. Así que dicho queda. Y allá se las componga esa caterva de tartufos y embusteros que considera que una verdad incómoda es un delito de lesa convivencia.
Sin embargo, la tesis no es original y ni siquiera está de estreno. Nos la dejó en usufructo Carl Schmitt que, allá por los años treinta, estableció que el enemigo existe como un reflejo torvo de nuestra existencia. «Distingo ergo sum». Si son porque les negamos y somos porque nos niegan, el que alguien se obceque en dejarnos sin fuelle es un certificado de que nos queda aliento. En ese sentido al menos la nación sigue entera. Los taliboinas no conciben que la españolidad sea un concepto discutible, ni sujeto al vaivén de particularismos e intereses. Más allá de la cuna y de la lengua materna, español es cualquiera que no hinque la cerviz o esté en el peor sitio en el peor momento. Un «ertzaina» de Irún. Un crío de Orense. Un guardia civil de Huesca. Un funcionario burgalés. Un «mosso d´esquadra» de Manresa... Da igual que Carod-Rovira trampee con las cuentas. El odio se despacha al por mayor, el horror a boleo, la barbarie no se puede dividir por diecisiete.
Que la idea de España termine refugiándose en la agonía de las víctimas y la saña homicida de los pistoleros es una paradoja histórica e histérica. Que la excepción mortífera confirme que la regla es poner a la nación en almoneda, constituye un dislate de apaga y vámonos sin billete de vuelta. Aunque la aberración suprema, la apoteosis del absurdo, la definitiva entronización del esperpento, se sustancia en que los heraldos del horror despabilan la inopia al tocar a degüello, mientras que los modosos, los que comen (¡y anda que no comen!) con cubiertos ordenan romper filas con inflamada vehemencia. ¿Tiene o no tiene gracia? Ninguna, por supuesto. Claro que al freír será el reír y entonces nos concederán el privilegio de poder escoger entre la sartén y el fuego.
La pesadilla del Estatut engendra monstruos, lucubraciones temerarias, hoscos presentimientos. Y los magistrados del Constitucional, a base de perder tiempo, se habrán ganado un «plus» merecidísimo por servir a la causa de la farmacopea. Dando por bueno que el refranero atina al sentenciar que los que esperan desesperan, habremos de gastar en ansiolíticos la calderilla que se le despiste a Hacienda. «Dura lex sed lex», pero, merced al «lexatin», la irracionalidad se sobrelleva. Que no es moco de pavo con lo que nos acecha. La patria común pende de un hilo y los jurisconsultos, por su parte, dependen del Gobierno y de sus apetencias. Lo que les apetecería (les vendría de gusto, catalanizando el expediente) es encontrar el modo de hacer una tortilla en plan Ferrán Adriá, sin cascar ningún huevo. Claro que, de no acertar con la receta, cabe, en postrera instancia, el recurso al pasteleo.
¿Y de España, qué queda? Magnífica pregunta. Que la responda Otegui.
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