El machista de Rajoy
Decía Wilde que, cuando se deseaba saber lo que una mujer dice realmente, conviene mirarla y no escucharla. Siguiendo el consejo de tan ilustre epigramista, quité el sonido a mi televisor mientras la vicepresidenta Salgado peroraba desde la tribuna parlamentaria, defendiendo lo que el abuso lingüístico denomina «Presupuestos Generales del Estado»; y que en realidad no son sino pronósticos, como aquellos en los que Torres Villarroel alternaba los cálculos astrológicos y las profecías más descacharrantes. Eso precisamente -alternar cálculos astrológicos y profecías descacharrantes- me parecía que estuviese haciendo Elena Salgado mientras defendía los presupuestos desde la tribuna parlamentaria; sólo que, como Elena Salgado es una hija predilecta de la Ilustración y no un epígono de la picaresca barroca como Torres Villarroel, se la notaba a disgusto en su papel, como si algo dentro de ella -¡las luces de la Razón!- se rebelara contra la morralla de pronósticos que estaba arrojando por la boca, sólo verosímiles para una mente supersticiosa y crédula. Y bastaba mirar su gesto cohibido, atragantado, temblón y nervioso para saber -sin necesidad de escucharla- que estaba diciendo mentiras; tantas, y tan redondas, que le provocaban sonrojo.
Decía Wilde que, cuando se deseaba saber lo que una mujer dice realmente, conviene mirarla y no escucharla. Siguiendo el consejo de tan ilustre epigramista, quité el sonido a mi televisor mientras la vicepresidenta Salgado peroraba desde la tribuna parlamentaria, defendiendo lo que el abuso lingüístico denomina «Presupuestos Generales del Estado»; y que en realidad no son sino pronósticos, como aquellos en los que Torres Villarroel alternaba los cálculos astrológicos y las profecías más descacharrantes. Eso precisamente -alternar cálculos astrológicos y profecías descacharrantes- me parecía que estuviese haciendo Elena Salgado mientras defendía los presupuestos desde la tribuna parlamentaria; sólo que, como Elena Salgado es una hija predilecta de la Ilustración y no un epígono de la picaresca barroca como Torres Villarroel, se la notaba a disgusto en su papel, como si algo dentro de ella -¡las luces de la Razón!- se rebelara contra la morralla de pronósticos que estaba arrojando por la boca, sólo verosímiles para una mente supersticiosa y crédula. Y bastaba mirar su gesto cohibido, atragantado, temblón y nervioso para saber -sin necesidad de escucharla- que estaba diciendo mentiras; tantas, y tan redondas, que le provocaban sonrojo.
Por un segundo, Elena Salgado me pareció una de esas sufridas secretarias a las que se obliga a deshacerse, alegando alguna excusa bizantina, de algún visitante intempestivo o pelmazo con el que su jefe no desea entrevistarse. Y esa carita de lastimada y pudorosa tristeza que se les pone a las sufridas secretarias cuando mienten a los pelmazos que su jefe desea sortear era la misma que Elena Salgado iba poniendo a medida que proseguía su alocución. Recordé entonces -con lastimada y como pudorosa tristeza yo también- aquella paradoja de Chesterton sobre el feminismo, que prometió a las mujeres que nunca jamás nadie les dictaría lo que tenían que hacer y a continuación las puso a trabajar... de secretarias mecanógrafas. Y recordé, en fin, aquel comentario viperino de Carlos Solchaga, en el que acusaba a Zapatero de vivir en una burbuja presidencialista y de tratar a sus ministros como sufridos secretarios. Allí estaba Elena Salgado, con su bello aire de boquerón en vinagre, saliendo al antedespacho donde se agolpan los visitantes intempestivos y pelmazos -los parados, los autónomos, los ahorradores, los paganos del estropicio perpetrado por su jefe- para aplacarlos con pronósticos bizantinos, mientras su jefe, encerradito en su burbuja presidencialista, se podía entregar a sus ensoñaciones obamaníacas...
Zapatero se sirve de Salgado como de una sufrida secretaria a la que encomienda la ingrata tarea de mantener engañados a los visitantes pelmazos que quieren aguarle sus ensoñaciones; pero el machista, a juicio de los centinelas de Progreso, es Rajoy. ¿Y todo por qué? Pues porque Rajoy atribuyó la responsabilidad del desaguisado de los Presupuestos a su verdadero artífice, en lugar de descargarla sobre su sufrida secretaria; cuando lo verdaderamente progresista consiste en descargar responsabilidades sobre quienes ninguna culpa tienen, como hacen por ejemplo los sindicatos, culpando de la crisis a la oposición y a la patronal. También tildan de machista a Rajoy porque dirigió algún sarcasmo displicente o desdeñoso a la vicepresidenta o secretaria Salgado; que es, precisamente, lo que los oradores bendecidos con una mínima chispa retórica llevan haciendo toda la santa vida de Dios con sus adversarios cada vez que suben a una tribuna. Por dedicar algún displicente sarcasmo a la vicepresidenta o secretaria Salgado, los centinelas de Progreso tildan de machista a Rajoy; el día en que se le ocurra asestarle un mandoble dialéctico, lo meterán en la cárcel por violador y exigirán que se le aplique la castración química.
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