Un derbi de los de antes
Rompió un derbi parejo y vibrante, de los que teníamos todos el recuerdo cuando el Atleti acostumbraba a sostenerle la mirada al Real Madrid. Cuando no sucumbía en los primeros minutos como si lo fulminara el síndrome de Stendhal. Y lo ganó el Madrí por esa virtud que no se entrena ni se dibuja en una pizarra: el carácter, la determinación. El estímulo del Atleti, más allá de arruinarle la Liga al enemigo íntimo, era romper una inercia en los derbis que tiene a varias generaciones de niños madrileños preguntando a papá por qué son del Atleti: a pesar de la derrota, sin duda encontraron ayer retazos de orgullo que valen como respuesta. La motivación del Real Madrid era seguir enganchado a un campeonato que es lo único que le queda para evitar un gatillazo de proporciones astrales. Al cabo, pudo más esto. Porque, por más que se insista en que es la gente del Atleti la que vive con mayor intensidad estos derbis de la capital, fue el Real Madrid quien asaltó el partido como si de él dependiera vivir o morir. Y eso que, durante toda la primera parte, pareció que iba a ser la hinchada madridista la que iba a pasarse una semana soportando chistes durante los desayunos en el bar de la esquina. Fue entonces cuando el Atleti desaprovechó la oportunidad de los espacios abiertos y apenas suministró pelotas a esos dos aguijones que le hacen punzante arriba. Cristiano tenía uno de esos días chupones en los que parece pensar lo mismo que Ignatius J. Reilly: «Yo sólo me relaciono con mis iguales. Y, como no tengo iguales, no me relaciono con nadie». Como si hubiera aspirado a copar los titulares del derbi, buscaba en cada jugada una fotografía de portada y apenas contribuía a atascar a su equipo en la frontal del área atlética, donde hubo imágenes como las de los tapones de los corredores de los encierros a las puertas de la plaza de Pamplona. La segunda parte, en cambio, hubo de ahondar en el Atleti una sensación de frustración que ya tiene proporciones históricas. En 10 minutos de furia madridista apareció esa pegada que hace de los goles una consecuencia natural, casi una costumbre. El partido lo ganaron dos hombres que pertenecen a los fichajes de segundo orden de esta temporada, a eso que se ha dado en llamar la clase media cuya eficacia ha de añadir textura y peso táctico a las aventuras individuales de los cracks. Arbeloa hizo uno de esos goles que creímos que íbamos a aplaudir a Kaká. Y Xabi Alonso fue protagonista de todo. Del primer gol. Del soberbio centro en el segundo. Y hasta de ese manotazo relacionado a la fuerza con algún cortocircuitomental que procuró el penalti y dio vida al rival justo cuando el Atleti pedía a gritos una iglesia en la que acogerse a lo sagrado. Perdió, pero apuntó la recuperación de un personaje clásico, el de los derbis gobernados por la incertidumbre que, de vez en cuando, convertían Chamartín en una zona cero. Semarchó con la misma impresión que después del empate de la temporada pasada: si no hemos ganado hoy, no lo haremos nunca. A este Atleti se le puede adjudicar la frase fatalista que siempre resumió a la selección española en los grandes acontecimientos: jugar como nunca para perder como siempre. Superado el derbi, ya todo es expectativa del clásico. Es verdad que el Barcelona no es ya el equipo prodigioso del último año, que, cuando Messi no se enchufa, resuelve los partidos con apenas oficio y un goletemás o menos precario. Pero no lo es menos que, en ese partido, el Madrí no podrá permitirse, ni una primera parte tan nefasta como la de ayer, ni encomendarse tan sólo a la tradición testicular de las remontadas. A algo puede agarrarse su autoestima, sin embargo: ante elmejor Barsa de la historia, ante elmejor jugador del mundo, el Madrí va primero.
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