Democratizando la cultura
Un amable lector, don Diego María Sánchez Bustamante, que se confiesa seguidor de mis artículos, me reprocha uno titulado «Las descargas de internet», en el que discutía la existencia de la llamada «propiedad intelectual». En su carta, don Diego María me interpela del siguiente modo: «Imagine que un archimillonario benévolo monta una editorial sin ánimo de lucro dedicada a imprimir cuantos libros le parezcan de interés, incluidos los suyos, y hacerlos asequibles al pueblo, repartiéndolos en los andenes y pasillos del metro, en las plazas públicas, a la salida de cines y teatros... ¿Pensaría, don Juan Manuel, que nos encontramos ante un acto democratizador de la cultura o ante un atropello de los derechos de autor?». Como no creo ni en la democratización de la cultura ni en los derechos de autor, no puedo responder a la pregunta que don Diego María me lanza; en cambio, quisiera precisarle que para figurarme a ese «archimillonario benévolo» que reparte libros por doquier no requiero el concurso de la imaginación, puesto que tal archimillonario existe. ¡Vaya si existe!
Un amable lector, don Diego María Sánchez Bustamante, que se confiesa seguidor de mis artículos, me reprocha uno titulado «Las descargas de internet», en el que discutía la existencia de la llamada «propiedad intelectual». En su carta, don Diego María me interpela del siguiente modo: «Imagine que un archimillonario benévolo monta una editorial sin ánimo de lucro dedicada a imprimir cuantos libros le parezcan de interés, incluidos los suyos, y hacerlos asequibles al pueblo, repartiéndolos en los andenes y pasillos del metro, en las plazas públicas, a la salida de cines y teatros... ¿Pensaría, don Juan Manuel, que nos encontramos ante un acto democratizador de la cultura o ante un atropello de los derechos de autor?». Como no creo ni en la democratización de la cultura ni en los derechos de autor, no puedo responder a la pregunta que don Diego María me lanza; en cambio, quisiera precisarle que para figurarme a ese «archimillonario benévolo» que reparte libros por doquier no requiero el concurso de la imaginación, puesto que tal archimillonario existe. ¡Vaya si existe!
En efecto, la red de bibliotecas públicas del Estado desempeña, mediante su servicio de préstamo, la labor que don Diego María atribuye a ese archimillonario benévolo. Es cierto que no se dedica a «imprimir» cuantos libros le parecen de interés, sino que adquiere a costa del contribuyente unos pocos ejemplares de la edición ya impresa, lo cual le resulta mucho más barato y operativo; pero, en lo demás, actúa como don Diego María se figura que actuaría ese «archimillonario benévolo»: los hace asequibles a millones de lectores a través de las bibliotecas abiertas en los barrios de las grandes ciudades, en las plazas de los pueblos y hasta en los andenes de las estaciones de metro; y, si alguna biblioteca no cuenta con el libro que un lector solicita, el servicio de préstamo interbibliotecario se ocupa de ponerlo a su disposición en unos pocos días. ¿Hemos de pensar que nos encontramos ante «un acto democratizador de la cultura» o más bien «ante un atropello de los derechos de autor»? Porque, si aceptamos la existencia de «derechos de autor», hemos de concluir que una biblioteca, al poner a disposición de un público potencial de cientos de lectores un solo ejemplar de una obra, está atropellándolos; y, si multiplicamos ese público potencial de cientos de lectores por las miles de bibliotecas que se reparten por la geografía nacional, concluiremos que, además, el atropello es mayúsculo. Estaríamos hablando de cientos de miles de ejemplares de libros que el escritor deja de vender, sin obtener a cambio ningún tipo de compensación económica; esto es, sin percibir «derechos de autor».
¿Y qué son las descargas de internet, sino una especie de «préstamo interbibliotecario» que los internautas entablan entre sí, poniendo a disposición de otros usuarios sus canciones y películas, como las bibliotecas ponen sus libros a disposición de los usuarios? Podría resultar lógico, desde el punto de vista de alguien que defienda la existencia de los «derechos de autor», que el Estado persiguiera las descargas de internet si, a la vez, decretase el cierre de las bibliotecas; o que impusiera el pago de un canon por cada descarga si al usuario de una biblioteca se le exigiera lo mismo cada vez que toma prestado un libro. Pero, desde el momento en que el Estado ampara y favorece el préstamo gratuito de libros, erigiéndose en «archimillonario benévolo» que atropella los «derechos de autor», ¿con qué autoridad puede impedir que los internautas puedan prestarse canciones y películas? El escritor que deja de vender libros porque sus lectores los toman prestados en las bibliotecas ha tenido que aguzar su ingenio para suplir esos ingresos dando conferencias o escribiendo en periódicos. ¿Acaso el cantante o cineasta no puede aguzar el suyo? ¿O es que pertenece a una casta superior?
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