Kabul
Mi doctora está enamoriscada del general estadounidense Stanley McChrystal, pero me temo que sabe más de oncología pediátrica que de estrategia militar, porque mientras el apuesto, delgado y alto Comandante en Jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN anda haciendo el pavo por el sur de Afganistán, al frente de la madre de todas las ofensivas contra los talibán la coalición se empieza a desarmar y en Kabul los hombres bomba causan estragos entre la población civil. El afgano es uno de los pueblos más terribles de la zona, mucho antes de hacerse talibán. Le dieron problemas hasta a Alejandro Magno y han pasado sin transición desde la Edad Media hasta el narcotráfico de las engañosas y bellas amapolas. En el siglo XIX, los ingleses enviaron un regimiento de exploración creyendo que podían cruzar sin mayores problemas desde Pakistán por el paso de Kyber. Sólo regresó un ghurka enloquecido de horror que apenas pudo relatar la degollina. Los rusos simplemente tiraron la toalla.
El anuncio de Barack Obama, secundado por Angela Merkel de retirarse de aquel infierno a plazos, favorece mucho a los talibán, que saben que lo único que tienen que hacer es resistir en una geografía peor que España: lunar, anfructuosa e imposible para la guerra moderna. Los holandeses han dicho que se marchan, y los australianos aseguran que no le harán el trabajo a los Países Bajos. Los italianos se lo están pensando y los británicos han sufrido ya casi trescientos muertos en menos de diez años de guerrillas, lo que les resulta excesivo.
La única solución es ominosa: resucitar la «Alianza del Norte», que vive de la exportación del opio, y dotarles bélicamente para devolver a Afganistán a una situación de guerra civil permanente. En cuanto a nosotros, más nos vale regresar dignamente que, además, es lo que quiere el extraño pacifismo de nuestro nuevo socialismo. Afganistán es como el Teorema de Femat, que tardó siglos en resolverse y no se sabe si fue el diablo quien lo inventó.
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