¡Pobres ovejas!
«¿Por qué tanta gente opina de lo que ignora?», se pregunta José Ramón Márquez, en el suculento blog de Ruiz Quintano, «Salmonetes ya no nos quedan», harto de la «patulea» que se arrima ahora a despotricar de la fiesta nacional, con el mismo desparpajo con que hace unas semanas lo hacía, pongamos por caso, de Dios, ante la mortandad causada por el terremoto de Haití, del que ya no se acuerdan (ni del terremoto ni de Dios, para alivio de este último). A Márquez podríamos responderle con aquella definición que Leonardo Castellani hizo de la libertad de opinión, que es «el chillar de los ignorantes para acallar al sabio». Pues, en efecto, el que sabe no opina: se guarda su conocimiento en el corazón, como hizo María; o, a lo sumo, lo confía a unos pocos amigos, como hizo Sócrates. Es el que no sabe quien más interés muestra en airear a la luz pública los trapos sucios de su ignorancia, con la esperanza de sacar de sus casillas al sabio y obligarlo a responder. Y así, la sabiduría desencasillada del sabio, en liza con la opinión del ignorante, semeja una opinión más; y, puesto que el número de los ignorantes es infinitamente más abultado que el de los sabios, esa sabiduría sacada de sus casillas es acallada por la algarabía chillona de los opinantes, que a la postre resultan vencedores, no tanto porque sus razones (que suelen ser sinrazones) sean más convincentes, sino porque la sabiduría desencasillada del sabio se ha fundido en la algarabía reinante, hasta hacerse indiscernible. Porque, a la postre, lo que anhela quien «opina de lo que ignora« no es tanto el triunfo dialéctico como ver a la sabiduría, que es casta y altiva como un armiño, convertida en una puta por rastrojo.
 «¿Por qué tanta gente opina de lo que ignora?», se pregunta José Ramón Márquez, en el suculento blog de Ruiz Quintano, «Salmonetes ya no nos quedan», harto de la «patulea» que se arrima ahora a despotricar de la fiesta nacional, con el mismo desparpajo con que hace unas semanas lo hacía, pongamos por caso, de Dios, ante la mortandad causada por el terremoto de Haití, del que ya no se acuerdan (ni del terremoto ni de Dios, para alivio de este último). A Márquez podríamos responderle con aquella definición que Leonardo Castellani hizo de la libertad de opinión, que es «el chillar de los ignorantes para acallar al sabio». Pues, en efecto, el que sabe no opina: se guarda su conocimiento en el corazón, como hizo María; o, a lo sumo, lo confía a unos pocos amigos, como hizo Sócrates. Es el que no sabe quien más interés muestra en airear a la luz pública los trapos sucios de su ignorancia, con la esperanza de sacar de sus casillas al sabio y obligarlo a responder. Y así, la sabiduría desencasillada del sabio, en liza con la opinión del ignorante, semeja una opinión más; y, puesto que el número de los ignorantes es infinitamente más abultado que el de los sabios, esa sabiduría sacada de sus casillas es acallada por la algarabía chillona de los opinantes, que a la postre resultan vencedores, no tanto porque sus razones (que suelen ser sinrazones) sean más convincentes, sino porque la sabiduría desencasillada del sabio se ha fundido en la algarabía reinante, hasta hacerse indiscernible. Porque, a la postre, lo que anhela quien «opina de lo que ignora« no es tanto el triunfo dialéctico como ver a la sabiduría, que es casta y altiva como un armiño, convertida en una puta por rastrojo.
Y esto es, desde luego, lo que se ha conseguido con el  «debate» de los toros en Cataluña, donde la patulea de opinantes tal vez  no logre prohibir las corridas en Barcelona (cosa que, en realidad, les  importa un ardite), pero en cambio ha conseguido que la fiesta quede  hecha unos zorros, bien rebozadita de mugre y como para llevarla al  tinte; aunque, como con el tiempo se verá, hay manchas que no lava todo  el jabón del mundo. No entraremos aquí a polemizar con esa patulea de  opinantes que han despotricado en estos días de la fiesta nacional, por  no ensuciar nuestro armiño; sí nos gustaría, en cambio, resaltar un  hecho paradójico que a todos los distingue, ya observado por Joseph  Roth, en su novela La cripta de los capuchinos: «Siempre me ha parecido  que los hombres que aman a los animales emplean en ellos una parte del  amor que debieran dar a los seres humanos; y me di cuenta de lo justa  que era esta apreciación cuando comprobé casualmente que los alemanes  del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes.  ¡Pobres ovejas!, me dije». Esta perversión moral a la Roth alude, que  destina a los animales el amor que debiera brindar a los seres humanos,  se hace patente hoy, cuando descubrimos que la patulea de opinantes que  lloriquea compasivamente ante un toro bravo es la misma que aplaude con  alborozo la ley que permitirá funcionar a destajo las trituradoras de  los abortorios.
 Como el pervertido sexual que, disfrazando su incapacidad  para amar a una mujer, da un rodeo y se sale por los cerros de Úbeda,  brindando su amor espurio a unos calcetines usados o a una oveja dócil y  consentidora, la perversión moral de esta patulea de opinantes disfraza  su incapacidad para amar a los seres humanos brindando su amor a los  animales; y cuanto más frenético es el amor que tributan a los animales,  más enconado su odio al género humano. Amor y odio que expresan  mediante opiniones merengosas o sibilinas, según convenga; para que,  entre la algarabía de opiniones, el horror ante su perversión moral -que  sólo los sabios llegarán a vislumbrar- pase inadvertido.
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