¡CAMPEONES!!!!!!

¡CAMPEONES!!!!!!

martes, 27 de abril de 2010

César Vidal

De Don Bernardo y de Villa

DE DON BERNARDO…

El domingo por la tarde me encontraba en el teatro cuando me llegó un sms comunicándome la muerte de don Bernardo Herraez. No pude evitar sentir un pujo de pesar porque don Bernardo había sido la COPE y resulta difícil no pensar que con su fallecimiento se produce, de manera extrañamente simbólica, el anuncio de que la COPE, al menos aquella COPE, también ha muerto.

Recuerdo con facilidad la primera vez que hablé con él más allá de unas cuantas palabras de protocolo. Fue en la segunda temporada como contertulio en la Linterna que a la sazón, dirigía Federico. No tenía yo cargo alguno ni cosa que se le pareciera, pero ya habían comenzado a llegarle a la dirección de COPE cartas y mensajes insistiendo en que mi presencia era indeseable en un medio cuyo propietario mayoritario era la Conferencia episcopal. Alegaban los anónimos delatores que yo era protestante – algo que, por otra parte, sabía todo el mundo – y que no creía en buena parte de los dogmas católicos relativos a María. No estaba mal escogido el ataque porque si hubieran dicho que no creía en la infalibilidad del papa o en la transubstanciación a nadie le hubiera sorprendido, pero tampoco nadie se hubiera sentido ofendido. Hubiera parecido simplemente natural. Las cuestiones relacionados con María apelan más al corazón y para algunos católicos no profesar todos los dogmas que creen al respecto resulta ofensivo, como si se pusiera en duda la honra de su madre. Se daba la circunstancia de que tiempo atrás había yo publicado tres trabajos de investigación en Ephemerides Mariologicae sobre la influencia de los apócrifos judeo-cristianos en la aparición de una serie de creencias populares que, siglos después, cristalizaron en dogmas católicos y, pertrechado con aquellos artículos, me dirigí al despacho de don Bernardo. Pensaba yo que si la revista mariológica de mayor prestigio en el mundo había publicado cosas mías quedaría de manifiesto que no era un “blasfemo” como pretendían con insistencia mis anónimos acusadores. Don Bernardo me recibió en su despacho y prácticamente no me permitió defenderme. Me dijo que en la casa estaban muy contentos conmigo y que se veía que era una persona formal y de bien. Luego formuló una ambigua referencia a los denunciantes que, más o menos, venía a resumirse en que todos sabemos que en este mundo abundan los hijos de madre de dudosa honestidad y que no debía preocuparme por ello. Tras semejante exposición, me despidió con aquella mirada acristalada que cabalgaba sobre una sonrisa inefable. Aquello significó una tregua para mi que iba a extenderse hasta el segundo año en que dirigí La linterna, pero yo no podía imaginarlo entonces. Tampoco me podía imaginar el comentario que disparó Carmen Tomás cuando le conté la historia. “¿Blasfemo tu?”, dijo sorprendida, “¡pero si eres el único que cree por aquí!”. Exageraba Carmen, pero yo se lo agradecí.

En los años siguientes, volví a cruzarme con don Bernardo en presentaciones de temporada y cosas parecidas, pero no volví a hablar con él hasta que me citó a su despacho, esta vez en la sede de la Conferencia episcopal y no en COPE, para decirme que si estaba dispuesto a asumir la dirección de La linterna y advertirme que de mi se esperaba que respetara el ideario de la casa y nada más. Le dije yo que no había problema aunque le recordé, por si se le había olvidado, que era protestante. A don Bernardo no pareció importarle una higa aquella circunstancia y sólo enfatizó que si mi audiencia caía por debajo del medio millón de oyentes podía dar por acabado mi paso por La linterna. Bien pensado era lógico porque don Bernardo no dirigía el Santo Oficio sino una cadena de radio. Acepté yo seguramente más por inconsciencia que por fe aquella condición, pero lo cierto es que siempre la audiencia se mantuvo entre los más de seiscientos mil y, ocasionalmente, superó los setecientos mil de manera que no hubo necesidad de que don Bernardo me echara. Dios – no me canso de repetirlo – es muy misericordioso.

Tiempo después me contaría Fernando Giménez Barriocanal que don Bernardo le había apuntado en alguna ocasión que, dado que yo era un buen muchacho, quizá él podía emplearse en la tarea de persuadirme para que me pasara a la iglesia católica. Fernando que siempre ha sido muy inteligente – buena prueba de ello es que insistió en la permanencia de Federico y de un servidor en la COPE hasta la hora antes de que nos echaran – le respondió a don Bernardo que no pensaba que semejante labor diera fruto y se dedicó a otras tareas más fecundas. Por lo que a mi se refiere, puedo decir que don Bernardo nunca me puso traba alguna a mi trabajo, que nunca se dedicó a colocar palos en las ruedas y que nunca dejó de dispensarnos una libertad más que notable. Quizá sin saberlo, don Bernardo aplicaba la vieja doctrina liberal del “laissez faire, laissez passer” y por eso la COPE iba cada año mejor que el anterior.

Cuando Federico presentó su extraordinario El milagro de la COPE quise yo rendir tributo a don Bernardo señalando en pública presentación que se le echaba mucho de menos. No exageré lo más mínimo. Apenas habían pasado unos meses de su salida de la presidencia de COPE y la añoranza era mayoritaria.

Con todos sus defectos – que imagino que tendría – don Bernardo supo crear una COPE que pasó de ser una diseminación de emisoras que no escuchaba casi nadie a una cadena que, oficialmente, era la segunda de España aunque, personalmente, estoy convencido de que con Federico se convirtió en la primera. Lo hizo porque siempre supo desconfiar de esos a los que Luis Herrero bautizó acertadamente como “católicos profesionales”, porque tuvo claro que para que te oyeran había que hacer un buen producto que escucharan desde el primer día centenares de miles de personas y porque nunca dudó de que la radio siempre es el terreno en el que juegan con éxito sólo las estrellas. Seguramente, por eso, no dudó en fulminar a Ferrari cuando fracasó estrepitosamente sucediendo a Luis del Olmo y tuvo el ojo de colocar al frente de La mañana a Antonio Herrero y a Federico Jiménez Losantos.

No seré yo de los que repitan el chiste macabro que dice que don Bernardo ha muerto de “EGM doble”, pero la verdad es que la COPE que él levantó está muerta y no alcanzo a ver indicios de resurrección. Allí donde esté, don Bernardo, muchas gracias y descanse en paz.

… DE VILLA

Hace unos meses tuve que salir en defensa de Alfonso Coronel de Palma al que algunos querían convertir en chivo expiatorio del desastre de la COPE. Tengo que hacer lo mismo con Ignacio Villa al que en estos momentos algunos desean sacrificar para que lleve sobre los hombros todas las culpas de la agonía de una cadena que fue, oficialmente, la segunda de España y que ahora es la quinta.

Conocí a Ignacio Villa gracias a sus columnas en Libertad digital. Era duro, agresivo, contundente, con un estilo que, llevado a la radio, le llevó a convertir en un éxito La palestra y que encajaba a la perfección con Federico. Creo que ésa era la razón por la que Federico lo apreciaba enormemente e incluso llegó a pensar en promocionarlo todavía más que como jefe de informativos de la COPE, un cargo que Ignacio Villa debía de manera directa a Federico. Durante años lo tuve en mi tertulia y siempre aprecié esas mismas cualidades.

Cuando llegó la hora de nuestra expulsión de COPE, para sorpresa de no pocos, Villa eligió bando y fue premiado con la dirección de La Mañana. Lo primero siempre me pareció normal porque cada uno sabe donde están sus lealtades; lo segundo siempre me resultó un grave error porque estaba abocado al fracaso. Es posible con todo, que el desastre hubiera sido menor si Villa se hubiera mantenido en su estilo de siempre, capaz de desatar, por ejemplo, las amenazas de Carlos Carnicero en 59 segundos. Y ahí vino su equivocación más trágica. Adaptándose a los nuevos rumbos de COPE, Ignacio Villa se distanció de lo que había hecho la cadena en la última década y media y asumió un estilo blando y apaciguador que no le correspondía y que no resulta verosímil. De la noche a la mañana, él – que se complacía en llamar Pepiño a José Blanco, una conducta que tuve que afearle suavemente más de una vez – pasó a llamarlo don José y a colmarlo de lisonjas junto a María Teresa Fernández de la Vega, Bono y la más diversa cohorte de nacionalistas catalanes y gallegos. Ha sido el hundimiento, pero, con el corazón en la mano, ¿podía haber resultado de otra manera?

Ahora piden su cabeza como si enseñándola a la multitud regresaran todos aquellos que no oyen la COPE porque, en palabras del padre Bru, la cadena está a la búsqueda de la excelencia. Es una villanía comportarse así con Ignacio Villa. Quizá su pecado fue grande al prestarse a obedecer órdenes de gente que no estaban capacitadas para darlas, pero ¿por eso tiene por qué convertirse en el macho cabrío que expía los pecados de todos? ¿Se imagina alguien que se hubiera juzgado al comandante de Buchenwald y a cambio se hubiera eximido de responsabilidad a las SS, a Himmler y a Hitler? Pues no. La responsabilidad de lo sucedido en COPE se halla no tanto en Ignacio Villa como en directivos que decidieron que sabían de lo que no escuchaban y que adoptaron decisiones sin pensar en lo que podría suceder con la empresa y sus trabajadores; en ambiciosos que pensaban que arrojados a las tinieblas Federico y yo habría abundante botín que repartir y se han encontrado con que ahora llaman a puertas que nunca pensaron; en sindicalistas que callaron aunque estaban advertidos de lo que iba a pasar; en trabajadores que miraron hacia otro lado pensando que la tempestad no les alcanzaría y en propietarios que se lavaron las manos como el conocido procurador romano si es que no se jactaron incluso de haberse deshecho del Federico que mantenía con su trabajo y sudor a la cadena COPE. Con semejante cuadro echar la culpa de todo ahora a Ignacio Villa no es sólo injusto. Constituye una vileza sin nombre. ¡Don Bernardo, cuánto se le echa de menos!

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