¡CAMPEONES!!!!!!

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lunes, 17 de mayo de 2010

Alfonso Ussía

El «fadista» desafinado

«O fado é o fado. Nao se define, sémte-se». El fado es el fado. No se define, se siente. Tengo para mí que el fado es una bellísima expresión artística y popular, que nace de los amores y melancolías de los estudiantes de Coimbra y de Lisboa. En el barrio de Alfama, en una plazuela con una fuente en la que desembocan dos calles angostas de nostalgias lisboetas, me alcanzó la madrugada oyendo cantar a Amalia Rodrigues, el junco negro, la gran señora del fado. En la actualidad, ninguno mejor que Carlos do Carmo, que tiene una voz de amante herido, de portugués añorante. Me siento, desde niño, mucho más cómodo, emocionado y atraído por el fado que por el flamenco. El llanto, común en ambos desahogos, es infinitamente más natural en el fado que en el flamenco, que necesita de diez minutos de lloros entrecortados para expresar una pena. El fado es la tristeza y el flamenco, un excesivo alarde de llanto artificialmente prolongado.

El escritor Saramago es portugués. Pero como «fadista», desafina. Siempre está triste, pero hace poco por remediar el motivo de sus tristezas. La melancolía del portugués es una acuarela de dignidad. Como su alegría, siempre medida y educada. Saramago es un tanto farsante, y llora a destiempo. La gran inteligencia de Saramago se demuestra en su actitud, que no en la literatura. La izquierda tiene esa gran habilidad. Domina a la perfección el sentido trágico del falso victimismo, y se aprovecha de las circunstancias con objetivos no siempre diáfanos. Ahora, en homenaje al suspendido juez Baltasar Garzón, Saramago ha entonado un fado chirriante y desafinado: «Las lágrimas del juez, son hoy mis lágrimas». Bella frase, pero falsa.

Tan inconsistente, que no se admitiría ni como título de un fado de arte mediano. A este hombre le han dicho que en España gusta la melancolía y la añoranza portuguesas, eso que se reúne en la «saudade», y a la primera oportunidad nos sale con una llantina, un nuevo sollozo y un tostón de «solidaridade». Porque el juez Garzón, al abandonar su despacho y su sitio de la Audiencia Nacional, tuvo el detalle y la cortesía social de no llorar. Y ese gesto, o esa contención de la emoción hay que agradecérselo. El sollozo ante las cámaras es de folclóricas, de malas actrices y de pedorros del corazón a cambio de talones bancarios. Se puede permitir que las lágrimas apunten desde los ojos una leve vocación de cauce, pero ahí la entereza actúa y las mantiene en su sitio. Llorar lágrimas de otra persona que no ha llorado es de dramón mal estructurado. Queda bien, pero no es creíble. En estas tierras nuestras, tan luminosas –y me refiero por igual a España y Portugal–, gustan en demasía los lagrimones. El lagrimón portugués, digno y nostálgico. El español, de jipío sobreactuado. Saramago, de tener buena voz, serviría para la copla, la española cuando besa es que besa de verdad, el romance de valentía y los doce cascabeles que llevaba aquel caballo.

Porque si Garzón no lloró, y hay que agradecérselo, ¿de dónde se saca Saramago sus lágrimas? Fado impostor, tristeza fingida, cómico chisguete. Si las lágrimas bien contenidas por Garzón son las suyas, tan derramadas, habrá que incluir a Saramago en el interesante mundo de los saurios. El fado es otra cosa.

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