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jueves, 20 de mayo de 2010

Gabriel Albiac

Noria utópica de Garzón y Blanco

Nada es más criminal que la utopía. Me viene a la memoria la norma de cautela, con la cual las mejores inteligencias del pensar moderno acotaron los límites de la locura humana, hoy, cuando escucho a un juez «constituirse» a sí mismo «en defensor de la utopía». El juez se llama Garzón. Tres procedimientos lo apuntan como prevaricador. Así es lo utópico: destino providencial que pasa por encima de ley humana.
Prometido lugar de «ningún sitio», bajo cuya esperanza puede ser un pueblo reducido a bestia, la utopía, es la horrible cesión que hace el alma humana de su presente, en el nombre de un mañana luminoso que el déspota sacerdotal le promete como paraíso en tierra. Garzón, prometiendo rehacer el pasado. O José Blanco, desde la más eficaz fábrica de estupidez inventada por nuestro mundo, pontificando en telebasura cantarines socialismos al alcance de la mano. El saber ya no sirve para nada. Sirven esos suplentes de chamanes, a los cuales un uso diestro de los medios da unción sagrada. La utopía se decide en los televisores. Hoy. No fue así en todo tiempo.
El 9 de marzo de 1498, un joven diplomático florentino escribe a su embajador en Roma para narrar la locura a la cual la ciudad fue abocada por un predicador hasta tal punto poseído de la misión divina como para prometer el inmediato paraíso: Dios iba a alzar su Reino en la ciudad. Nicolás Maquiavelo nada personal reprocha al fraile Savonarola. Pocos, tan cultos. Apenas otro, igual de santo. Ninguno, más nefasto para Florencia. La Providencia le ha encomendado su tarea. El fraile la codifica en la Constitución de un Reino cuyo único monarca es Dios, que legisla y ejecuta por voz suya. Es la utopía en la más culta ciudad de fin del siglo XV. «Y de este modo» -proclama el fraile-, «en breve tiempo, la ciudad será como un Paraíso terrestre, y vivirá en júbilo, entre cantos y salmos; y los muchachos y muchachas serán como ángeles... Y para ellos se prepara una Ciudad futura con un tipo de gobierno más celeste que terreno, en donde será tanta la felicidad de los virtuosos, que alcanzarán una cierta beatitud espiritual ya en este mundo». ¿La Ciudad Futura...? La Ciudad Futura fue la hoguera para Savonarola, la ruina para la ciudad, el desquicie político del cual Florencia no curará ya nunca. Era un santo, sentencian los más brillantes diplomáticos florentinos: Guicciardini como Maquiavelo. Un santo: lo más homicida en política. Nunca más utopías, concluyen. De ahí nace El Príncipe. Y, con él, la racionalidad política moderna.
En 1934, Victor Klemperer ve ascender la utopía hitleriana, como una epidemia espiritual a la cual no hay barrera en Alemania. Su Lengua del Tercer Imperio es el intento conmovedor de un filólogo expulsado de su cátedra por entender cómo una utopía de la racial pureza mística, el nazismo, puede apropiarse, gestando su lenguaje propio, de la mente de un pueblo culto. Sin dejar resquicio. «Ninguno era nazi, pero todo estaban intoxicados», anota Klemperer sobre sus colegas. 19 de septiembre de 1918: Zinoviev, no entre los más radicales del partido bolchevique, da la fórmula pura de la utopía en curso: trastrocar la corrompida naturaleza humana. «Debemos atraer a nuestro lado a noventa de los cien millones de habitantes de Rusia... Los otros deben ser aniquilados...». En los años setenta y en Camboya, la utopía fija su criterio moderno: todo el que sabe leer es ejecutado.
La utopía es Garzón: un juez que ignora por igual leyes y ortografía. La utopía es Blanco, con cátedra en La Noria. Y puede que, esta vez sí, sea su tiempo. Porque nada es más criminal que un utopista. Ni más necio.

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