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domingo, 2 de mayo de 2010

Jon Juaristi

Transiciones

La democracia es un método civilizado de tratar los conflictos políticos -no necesariamente de resolverlos- que excluye el recurso a la fuerza física salvo contra los impugnadores violentos del sistema. Nació en Atenas, como es bien sabido, hace dos milenios largos, tras varios siglos de pavorosas guerras civiles y con la sana intención de evitarlas en lo sucesivo. El método consistía (y consiste) en algo tan sencillo como sustituir el ancestral dispositivo de la venganza de sangre -o sus equivalentes mitigados de prisión o destierro del enemigo- por otro de representación de los grupos rivales en las asambleas legislativas. Así procedieron los atenienses de tiempos de Platón, y también los españoles de la Transición, ignorantes en su mayoría de la historia griega, pero provistos del olfato y la prudencia suficientes para intuir que pedirse cuentas mutuas por las guerras del pasado era la fórmula más eficaz para volver a liarla.
Obviamente, ni a los antiguos griegos ni a los ya añosos españoles del posfranquismo los movió una súbita simpatía por sus adversarios domésticos (eso, si acaso, vendría después), porque no se trataba de ir de copas con quienes que te habían estado amargando la vida hasta la víspera, sino de decidir todos juntos que hasta aquí hemos llegado y que no se repita la jugada. La Transición no fue un camino de rosas (de hecho, en aquella parte del país donde yo residía, el clima de fanatismo y violencia que padecimos no desmereció del que dominó en las retaguardias de ambos bandos durante la guerra civil). Motivo sobrado para no apuntarse alegremente a otra Transición como la que ha pedido Pilar Bardem, arropada por los sindicatos y algún rector. En lo que a mí respecta, puedo afirmar que las experiencias de aquella época fueron las más dolorosas y absurdas que he sufrido. Más, mucho más incluso que las vividas bajo el franquismo que me encarceló, no por actos terroristas, sino por ejercer discrepancias que son hoy derechos reconocidos. En definitiva, por mucho menos de lo que se permite hoy Pilar Bardem. No creo que mi impresión sea muy distinta de la que conserva de entonces la mayoría de los antifranquistas vascos, y a las pruebas me remito. No sólo a los testimonios de los que aún viven, sino a las memorias que dejaron escritas los que, como Mario Onaindía, ya no están entre nosotros.
Los justicieros del presente parecen pensar que sus acrobacias dialécticas implican sólo un riesgo limitado, y, en efecto, resulta difícilmente imaginable que la destrucción de lo poco que queda del consenso desemboque en una guerra civil convencional, con las dos Españas ametrallándose en el frente del Ebro, pero muy bien podría ser que acabaran por conseguir lo que tanto ansía Pilar Bardem, una nueva Transición, esta vez hacia ninguna parte o, en el mejor de los casos, hacia lo que teníamos antes de que empezaran a reclamar para España una versión estúpida de los juicios de Nuremberg. Es decir, los más viejos, unos cuantos millones de memorias privadas del franquismo, rencorosas o nostálgicas, según como nos fue en la feria, y los menores de cincuenta, una ignorancia virginal y supongo que feliz de lo que aquél régimen representó. Los bien nacidos, eso sí, una gratitud elemental hacia los políticos cínicos o sinceros, oportunistas o altruistas pero, en general, pragmáticos y olvidadizos de lo que convenía olvidar, que hicieron lo posible por sacarnos del atasco y abreviar transiciones, épocas cuyo discutible encanto están descubriendo ahora algunos artistas (del trapecio).

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