¡CAMPEONES!!!!!!

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miércoles, 12 de mayo de 2010

Pedro G. Cuartango

La casa del río

A Carlos Vaquero Gómez
Era la última casa de la calle de San Agustín y había que recorrer un tramo no asfaltado para llegar al portal. Yo tenía siete años cuando nos fuimos a vivir a aquel edificio donde acababa la ciudad. Era de ladrillo rojo, con balcones en la parte trasera. Más allá había una campa donde los niños jugaban al fútbol y muy cerca estaba el río, el Ebro.

Recuerdo que las tardes de verano mis padres me llevaban a la orilla. Ellos merendaban siempre una tortilla de patatas y una lata de sardinas. Mi padre metía una botella de vino peleón y otra de gaseosa La Casera en el agua fresca, sujetas por gruesas piedras para que no se las llevara la corriente.

A diferencia del mar, siempre cambiante y voluble, el ancho y tranquilo caudal del Ebro aportaba a nuestra vida una estabilidad que parecía eterna. Nuestra existencia era como su lento fluir, sin prisa por llegar a una lejana y desconocida desembocadura.

Los mejores momentos de mi infancia los he pasado explorando la orilla del río, donde había un antiguo polvorín abandonado en el que por las noches los graznidos de los pájaros se confundían con los gritos de los viejos fantasmas de los que habían perecido ahogados en los remolinos de la zona.

El río era un ser vivo. Había culebras, cangrejos, ranas, anguilas y también truchas. Muchas especies de pájaros anidaban en los frondosos chopos que proliferaban en sus humedales. Y no era raro ver enormes buitres de cuello negro que se cebaban con alguna oveja muerta.

En verano, íbamos todos los días a nadar a Las Bañeras antes de la comida. Y mis amigos y yo nos escondíamos tras los matorrales con la vana esperanza de ver ponerse los trajes de baño a las chicas. Ocultos tras los juncos, nuestro mayor secreto era fumar las colillas de tabaco o los cigarrillos que hurtábamos de nuestras casas. Cruzábamos a nado a las islas de maleza, de las que nos proclamábamos gobernadores por una tarde.

Nunca se me hubiera ocurrido pensar que algún día viviría lejos de aquel río, de aquella niebla que envolvía las mañanas de invierno, del imperceptible rumor del agua que no se escucha pero que se siente.

El río era la eternidad de la infancia, un espacio que nos cobijaba a todos y que no hacía distingos por clases sociales. Era una especie de madre generosa que perdonaba nuestros pecados y que siempre estaba allí para complacernos.

Cuando sueño, me veo en los últimos años de mi vida en un bote que se desliza por un río de aguas tranquilas y transparentes, flanqueado por altos chopos que dan sombra a la embarcación. Observo a los peces salir a la superficie a respirar y huele a humedad y a hierba fresca. Cierros los ojos y soy inmensamente feliz porque tengo la sensación de que el río me lleva a alguna parte.

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