¡CAMPEONES!!!!!!

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lunes, 5 de julio de 2010

David Gistau

Es hora de ganar

Dos síntomas revelan que a España, desde el comienzo, se la percibe en este Mundial de un modo distinto a los anteriores. Todos le juegan atrincherados. Y todos la odian y anhelan su caída. Sobre todo, y esto es paradójico, o no tanto, en naciones que culturalmente son hermanas y en las que un antecedente familiar no tan remoto -ese abuelo al que nunca se le fue el acento gallego y que siempre perdió, en la vida como en el fútbol- debería anudar una complicidad con la alegría española.

El equipo que antaño tan sólo inspiraba mofa y menosprecio, el que atravesaba fugaz los campeonatos como ese secundario con gafas de las películas de terror que no tiene otro cometido en el guión que ser el primero en morir en cuanto vaya solo al cuarto de baño, de pronto despierta el odio puro que distingue a los déspotas del éxito. Y ello, sin haber ganado nunca un Mundial. Tan sólo por haber mostrado una voluntad ganadora que supone una traición al personaje fatal de toda la vida y que amenaza con agitar las jerarquías anquilosadas, el sentido patrimonial de los viejos nombres del fútbol.

No hace falta recurrir a Swift para anunciar una conjura de los necios contra el nacimiento de un genio verdadero, entre otras cosas, porque España dista mucho de ser un equipo genial. Pero sí es cierto, y esto lo demuestra incluso la obsesión de Maradona -el necio de toda conjura-, que a España, sin tan siquiera haberle dado tiempo a ganar por primera vez, ya le están obligando a cargar con lo que Foxá llamaba «el peso de la púrpura», que incluye el tributo de saberse odiado. A esto, el Real Madrid está acostumbrado. Pero para la Selección es algo nuevo. Si los jugadores han llegado a palparlo, sin duda convendrán conmigo que es mejor eso que la indiferencia del que no existe, ni en la tradición, ni en el porvenir. Por lo demás, resulta que La Furia está en una semifinal y en condiciones de ganar un Mundial. Nada menos.

Desaparecen hinchadas de las calles y periodistas de las salas de prensa, y nosotros permanecemos, cada vez con más espacio para dejar la bolsa. Se marchan dejando una estela de tristeza justo cuando para nosotros acaso empiece lo mejor. Tantos años preguntándose uno qué se sentiría, y resulta que, cuando por fin ocurre, casi pesa más el desencanto por el registro agónico y por el mal juego de un equipo que por más que vaya llegando lejos no camufla la evidencia de su pérdida de brillantez. Como Italia, España se ha convertido en un equipo predador que muerde los partidos incluso cuando juega mal. Pero el caso es que juega mal. Y, aunque haya sobrevivido a trances feroces, a verdaderas operaciones de sabotaje contra su estilo, no ha dejado todavía un partido que valga como impronta perpetua. La semi contra Alemania lo tiene todo para ser ese partido. Un rival excelso que encima destila historia. Una ocasión tan memorable como aquella de Viena de la que todos tenemos el recuerdo. Y, a la vuelta del calendario, nada menos que una Final, la corteza lunar sobre la cual jamás dejamos huella alguna. El partido de partidos en el que nunca fuimos nada salvo observadores de pasiones ajenas.

Estamos cerca de que nuestro fútbol cambie para siempre, y nosotros con él. De que tengamos algo de lo que poder decir: «Yo estuve ahí. Y lo escribí». Estamos cerca de conseguir un recuerdo que regrese cuando nos ocurra lo que al replicante de Blade Runner, al que todo lo vivido se le deslizaba «como lágrimas en la lluvia». Y, mientras tanto, lo que uno necesita que le expliquen es por qué el mismo técnico que condenó a muerte deportiva a David Silva insiste, con un empecinamiento autodestructivo, en conceder a todo rival una ventaja llamada Fernando Torres.

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