Papá, ¿por qué somos del Madrid?
No ha transcurrido un año desde que Florentino Pérez pronunciara su Sermón de la Montaña en un salón del hotel Ritz colmado de aduladores, de fervor genesíaco y de recordatorios de Zidane. El momento era adecuado para la aparición oportunista de un milagrero que trajera la promesa de reparar orgullos heridos con sólo un chasquido de dedos, igual queMary Poppins ordenaba las habitaciones desastradas. El RealMadrid, en franca decadencia institucional por culpa de una directiva que más parecía una patota peronista, encima tenía marcado en la piel, como la Z del Zorro, el 2–6 del Barcelona en Chamartín. Vaya, que lucía destruido, y Guardiola además estaba en el trance de apuntalar una hegemonía culé capaz de convertir las glorias madridistas en esa piedra fatigada que son los blasones en las fachadas de la vieja Castilla. En Europa se estaba produciendo un vuelco de jerarquía. El Barcelona entraba en el club de los grandes, el Real Madrid se quedaba fuera. Y entonces apareció Pérez. Saludado por los mismos que disimularon el fracaso de su primer ciclo –el de la espantá– nada menos que como un Churchill que ni siquiera exigía el sacrificio del sudor y las lágrimas porque iba a hacer en un año lo que en tres, bravata que ahora recuerda la de aquel entrenador inglés que dijo necesitar un solo año para sacar a su equipo de Segunda y en el discurso de despedida dijo: «He cumplido. Lo dejo en Tercera». La propaganda florentiniana logró condensar el pasado en la volea de Zidane en Glasgow. No existían los años sin títulos. Ni los fichajes errados. Ni el ego de los consentidos. Ni la falta de ligazón de un equipo que más parecía para espectáculos circenses como los Globber Trotters. Ni la absurda retórica arrogante: «Hemos fichado al mejor jugador de Dinamarca». Ni el colapso de la cantera. Ni el desfile de entrenadores tan huecos como El caballero inexistente de Calvino cuyo único servicio consistía en no desafiar la concentración presidencialista de poder, incluso técnico. Lograron crear un ambiente expectante, basado en la fe antes que en la razón y en la debilidad de las urgencias madridistas, por el que a uno se le antojó que con el segundo ciclo galáctico de Pérez ocurría lo mismo que con los segundos matrimonios según Samuel Johnson: «El triunfo de la esperanza sobre la experiencia». Encima, como en un colosal «Niñas, al salón», comenzaron a gotear los fichajes rutilantes ante una grada erotizada. Toda esta soberbia fue, el pasado miércoles, motivo de estímulo para los chavales del Lyón, simplemente unos futbolistas que actuaron como tales. Y no como una desordenada acumulación de egos que buscaban, cada uno por su cuenta, la jugada de su vida. Podría alegarse ahora que el fútbol es ciclotímico y que los proyectos necesitan tiempo. Pero la impaciencia y la asfixiante sensación de fracaso definitivo que empapa todo Chamartín son el castigo a la fatuidad de Pérez, quien dijo no necesitar ese tiempo, sino ser capaz de obrar el milagro con toda la rapidez que consiente un talonario. Si su apuesta era César o Nada, es Nada. Y los defectos que convocan el fracaso, como en un bucle, son idénticos a los de antaño, con la gravedad añadida del bluf de Kaká. Lo fácil ahora es ensañarse con el eslabón débil y pedir que Pellegrini sea expulsado de la ciudad embreado y a lomos de una mula. Pero él no es culpable de una repetición: Pérez no cambió, cometió los mismos errores, y ya es un Jesús Gil sin jakuzzi que empieza proyecto cada seis meses. A menos que, para confirmar la naturaleza circular de sus tránsitos, pegue ya la segunda espantá, a tiempo de librarse de la visita del Barsa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario