¡CAMPEONES!!!!!!

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lunes, 5 de julio de 2010

Pedro G. Cuartango

La angustiosa soledad del portero

Peter Handke cuenta la historia del portero que se deja meter un penalti y acaba estrangulando a una chica a la que acaba de conocer. Nadie que no haya jugado en esa posición puede entender la angustia de Bloch, el personaje de Handke. Leí hace tiempo unas declaraciones de Schumacher, el guardameta alemán en el Mundial de 1986, en las que decía que pensó en suicidarse tras la derrota en la final contra Argentina. «Sólo la muerte me parecía suficiente para acabar con aquel insoportable dolor». Hay una larga lista de porteros que se han suicidado. El último de ellos se llamaba Robert Enke. El guardameta del Hannover, de 32 años, se tiró bajo un tren el pasado 10 de noviembre. Había jugado en el Barcelona hace seis o siete años.

Quien no se suicidó pero tenía motivos para ello era Moacir Barbosa, el arquero maldito. Fue declarado culpable de los dos goles encajados por Brasil en la final del Mundial de 1950 frente a Uruguay. Barbosa, no podía salir a la calle sin ser señalado y murió de un ataque al corazón en la pobreza más absoluta. Sólo 30 personas fueron a su entierro. Barbosa era de raza negra, lo que explica porque Brasil siempre ha confiado más en los porteros blancos, con la excepción de Manga.

Jugar de guardameta conlleva una gran responsabilidad que sólo los más fuertes psicológicamente pueden asumir. El portero siempre está solo bajo los tres palos y tiene que tomar decisiones en una décima de segundo. Debe ser preciso y seguro, pero a la vez osado para salir de portería a neutralizar los balones adelantados. El portero debe medir el estado del césped, el peso y la fuerza del balón, la dirección del viento, la altura del sol y la posición de los delanteros. Su cabeza tiene que funcionar como una computadora que realiza cálculos complejos en un instante. Por eso ha habido intelectuales como Albert Camus que jugaban bajo los palos.

No faltan los grandes porteros en la historia del fútbol. Yo me acuerdo del poder de intimidación de Lev Yashin, titular de la selección rusa que perdió la final de la Eurocopa en 1964. La Araña Negra no pudo detener el famoso cabeza de Marcelino que dio el triunfo a España, cuya portería está igualmente bien defendida por Iribar, que falló aquel día.

El portero que más me ha gustado era Gordon Banks, El Chino, que paró aquel fantástico cabezazo de Pelé en el Mundial de México en 1970 en un ejercicio de contorsionismo. Banks era un hombre impasible, que daba seguridad a aquella defensa en la que jugaban Jackie Charlton y Bobby Moore.

Pero sería injusto olvidar a guardametas legendarios como Zoff y Maier, que se parecían mucho. Los dos eran sobrios, se colocaban muy bien bajo los palos, eran muy seguros por alto y tuvieron una larga carrera, llena de éxitos. Creo que ahora ha bajado bastante el nivel de los porteros, pero no hay duda que hay algunos excelentes, como Buffon, Julio César y Casillas. Los tres han sido cuestionados por diversas razones pero han sobrevivido porque tienen ese carácter especial que caracteriza la psicología del guardameta.

El portero no busca la gloria de los goles ni participa del juego de sus compañeros. Permanece confinado en la soledad de la portería, siempre vigilante y en tensión. Sabe que tiene un trabajo imposible porque su triste destino es acabar encajando un gol, que tarde o temprano acaba por entrar en las redes por mucho que él intente evitarlo. Abel Resino (Atlético de Madrid), mantuvo su portería imbatida durante 1.230 minutos, récord en Primera División. Pero eso rara vez sucede. Hemos visto encajar goleadas humillantes a grandes porteros como Casillas y Kahn. Ello explica su propensión a deprimirse y a desarrollar una filosofía pesimista de la existencia.

Los porteros sienten cada día eso que Heidegger llamaba la precariedad o la contingencia del ser. Su infinita soledad les coloca frente a sus propios límites y ello resulta intolerable para muchos. Que se lo digan si no a Barbosa, que soportó durante medio siglo la humillación del maracanazo, propiciado por el gol que le marcó el mítico Schiafino.

Como los toreros y los boxeadores, ser portero supone estar preparado para morir de una forma u otra. Ese componente casi masoquista confiere un aura trágica a los guardametas, angustiosamente solos frente a un balón que gira caprichosamente como el mundo.

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