¡CAMPEONES!!!!!!

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martes, 17 de mayo de 2011

David Gistau

El nuevo fatalismo

Un bar de mi barrio organizó una porra para el partido. Como cualquier bar de tantos barrios de España, dirán ustedes. Pero resulta que esta porra era diferente. No se apostaba al resultado, sino al expulsado del Real Madrid, concretando el minuto en que le echarían.

Con menos guasa, ése fue el estado de ánimo del madridismo en las vísperas de la visita al matadero del Nou Camp. Una disposición al agravio antes que a la remontada. Una voluntad de consagrar el fatalismo como único signo identitario de distinción, ya que el juego y la victoria son patrimonio del Barcelona. Aún. Después del fracaso, la introspección es dolorosa. Y las chanzas arbitrales no sólo ofrecían una vía evasiva. Sino que incluso permitían cauterizar la herida con humor, como en el bar de mi barrio.

Hace algún tiempo, escribí que la capacidad psicológica de Mou consistía en que era capaz de lograr la complicidad de los jugadores en su guerra contra el mundo. Un síndrome de trinchera, una vertebración furiosa. Lo ha logrado también con la hinchada, que más le venera cuanto más pierde porque sólo la derrota justifica el delirio redentor del que todo en este Real Madrid está prendido.

La humillación, verdadera o no, como combustible del alma, igual que en las sociedades apetentes de caudillo. Por eso a Mou a menudo se le entregan equipos que vienen de no ganar nada, durante mucho tiempo.

Es cierto que el gol anulado al Real Madrid por una falta pitada a Cristiano cuando en realidad fue empujado ayudaba a aprobar el mito de la persecución. Casi hasta habría venido bien ese expulsado para apuntalar la certeza de que la UEFA, la UNICEF y las monjas carmelitas conspiran contra el Madrí y hacen vudú con su escudo. En caliente, ¿por qué no agarrarse a ello? ¿Por qué no simular que de verdad creemos que sólo dos decisiones arbitrales que reventaron la eliminatoria apartaron al Real Madrid de esa copa europea que es su unidad de destino en lo universal?

Pero, en frío, la cabeza no se conformaba, pedía más. Exigía la confesión de que Mourinho convirtió el primer partido en un tiro al aire, lo desperdició con una disposición cobarde más atenta a los barcos que a la honra, y encima sugirió que la expulsión de Pepe arruinó precisamente los veinte minutos finales que tenía pensados para la gloria. La confesión de que, cuando la vuelta en Barcelona sugería que por fin había que desatarse y esbozar un equipo parecido al que centellea en nuestra memoria, lo que destiló fue la frustrante impresión de que no da la talla. De que no aparecen los cracks, achicados casi en cada gran ocasión. Y de que, terminada la temporada, descubrimos que acordamos con Mou perder principios y estilo a cambio de victoria, y amanecemos de la Noche Triste sin principios, sin estilo y sin victoria. ¿O habrá quien aún diga que la Copa del Rey es la piedra sobre la cual construir iglesia?

El final del partido relajó la tensión agónica y dejó una sensación aún más dura. La de que el Barcelona ya se ha acostumbrado a esto. De que ha convertido en un hábito, casi en una rutina, demoler al Real Madrid en cada intento confuso de resurrección.

Un siglo de historia, tantos recuerdos gratos de juego y victoria, para terminar en manos de un agreste hacedor de malos partidos, de un líder que lo es a base de atizar malos instintos y al que sólo falta, como si se tratara del Reichstag, quemar el Bernabéu para poder echar la culpa al Barsa, a los árbitros, a la UNICEF, a Paris Hilton y a los marcianos, que tienen todos manía al Real Madrid.

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