¡CAMPEONES!!!!!!

¡CAMPEONES!!!!!!

martes, 17 de mayo de 2011

José Javier Esparza y Carmelo López-Arias

'Forjaron España'

Las Laudes Hispaniae constituyen un subgénero muy temprano de nuestra literatura, pero sólo adquieren un tono de reivindicación de la identidad nacional a partir del prólogo, de "estirpe virgiliana" según Claudio Sánchez-Albornoz, con el que San Isidoro de Sevilla abre su Historia de los godos, los suevos y los vándalos.

Casi dos siglos antes, sí, el poeta calagurritano Prudencio había derrochado versos con los que ensalzar las tierras y las ciudades de Hispania, pero... de Hispania como provincia romana. Su provincia romana. Ahí se detenía el patriotismo.

San Isidoro, sin embargo, canta las glorias de un pueblo en plena asunción de una existencia política propia, y él y los suyos desempeñarán un papel decisivo en ese proceso: una familia bendita de Dios que consiguió vivificar con un alma católica el cuerpo de España, ya unificado por un monarca arriano.

Leovigildo derrotó a suevos y bizantinos, redujo los focos de resistencia astures y cántabros y dejó a los visigodos como clase única dominante sobre el viejo sustrato hispanorromano. Levantó la estructura de lo que hoy denominaríamos un Estado con las fronteras bien definidas, si bien ad intra el abismo social seguía abierto entre el pueblo, fiel al Papa, y la élite renuen­te a aceptar la divinidad de Cristo. Sin cubrir esa fisura la unidad ha­bría resultado ficticia y débil.

Pero la Providencia envolvió la estirpe de Leovigildo con el manto de otra estirpe singular, la de Severiano, un noble de Cartagena cuya sangre era puente entre las dos realidades, en cuanto hijo de católico y arriana. Hombre valiente y fiel a la Iglesia, sus cuatro vástagos llegaron a los altares: San Fulgencio, que fue obispo de Écija; Santa Florentina, fundadora de cuarenta conventos, y, sobre todo, San Leandro y San Isidoro.

San Leandro aprovechó su ascendiente sobre Hermenegildo y Recaredo, los hijos de Leovigildo, para llevarlos a la Fe. Al primero le costó el martirio negarse a comulgar de manos de un obispo arriano, y de esa sangre, simiente de cristianos, brotó la gracia del momento capital de nuestra historia: la conversión de su hermano en 587, ya como rey, y la proclamación en el III Concilio de Toledo de la religión católica como la propia del reino.

En 589 San Isidoro asistió al evento. Tenía treinta y tres años y no era aún obispo. Sucedió a su hermano en la sede hispalense en 596: llegaba su momento en la historia al cruzar el ecuador de una vida intelectualmente feraz. Marcelino Menéndez Pelayo juzga su entendimiento como "el más sintético, universal y prodigioso de su siglo", y fray Justo Pérez de Urbel ve en él al "doctor universal de un milenio". La teología, el derecho, la historia, la literatura o la astronomía formaban parte de sus saberes, y la pretensión universal de sus Etimologías, mentís formidable del supuesto oscurantismo medieval, las convierte en el gran precedente cristiano de la anticristiana Enciclopedia, también por el importante elenco de supersticiones que condena, prestigiosas y antiguas como las de Zoroastro o Egipto, o contemporáneas del santo y no menos torpes.

El papa Inocencio XIII elevó a San Isidoro a la consideración de doctor de la Iglesia en 1722, mas para nosotros su relevancia va más allá de tan elevada estima doctrinal. Su conocimiento de las ciencias sagradas se puso al servicio no sólo de la gloria de Dios, sino de la audacia política que late en otro de sus grandes empeños unificadores: la liturgia.

La ley de la oración es la ley de la fe, dicen los teólogos: como se reza, se cree. San Isidoro percibió además que la ley de la oración es asimismo la ley de la caridad, al menos de la caridad política: si rezamos unidos, permaneceremos unidos. En un mundo tan fragmentario no fue poca cosa, por ejemplo, que el día de la Pascua fuese el mismo para todos, o que se extendiese un único ritual de inmersiones para el bautismo, o que la música imperase en los templos limpia de toda contaminación profana. Hay una arquitectura sagrada isidoriana como hay oficios (el de Sábado Santo, nada menos) y antífonas que se le atribuyen o que él reconoce: "Cosas propias de mi pobre ingenio", proclamaba con humildad. Él definió la liturgia visigótica, signo de identidad nacional hasta que la sustituyó, a partir del siglo xi, el rito romano.

Cuatro centurias oraron los españoles, en cuanto españoles, bajo las normas que fijó en 633, tres años antes de su muerte, un provecto San Isidoro ya venerado por todos. Fue en el IV Concilio de Toledo, en el que se ha visto además un precedente de las Cortes medievales, y donde, con la primera unción de los reyes con el óleo santo, la monarquía hispánica se definió como institución al servicio de la Iglesia.

San Isidoro sustituyó a San Leandro en el asesoramiento y consejo a Recaredo, y lo continuó con su hijo Liuva. Combatió el empeño de restauración arriana de Witerico, apoyó el regreso de Gundemaro a la ortodoxia y vivió una gozosa complicidad con Sisebuto, su amigo, y con Suintila, en cuya magnanimidad y compasión con los más débiles veía las virtudes modélicas del gobernante cristiano. Pero frenó las apetencias de dominio de todos ellos, pues, aunque firme defensor de la alianza del trono y el altar, advirtió y combatió la invasión de prerrogativas civiles en materia eclesiástica, que se desbocó a su muerte.

De estirpe goda, San Isidoro había asumido la herencia autóctona, convirtiéndose en un entusiasta de la unidad nacional y creador de una cultura específica que sobrevivirá a la invasión islámica como catalizador y referente de la Reconquista. Sin él no se entienden ni don Pelayo en la obertura ni Isabel y Fernando en el aria final del primer acto de nuestra ópera verdiana. Ensalzado universalmente como sabio de la humanidad y doctor de la Iglesia, para España es, ante todo, un padre de la patria. ¿El padre de la patria, quizás?

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Loa a Hispania

1. ¡Oh España, madre sagrada y siempre feliz de príncipes y de pueblos! Eres la más hermosa de todas las tierras, habitadas y por habitar, desde Occidente hasta las Indias. Con todo derecho eres ahora la reina de todas las provincias, luminaria de la que se benefician tanto el Oriente como el Ocaso. Tú eres el encanto y el ornamento de todo el orbe, la parte más ilustre de la tierra, en la que se regocija sobremanera y florece espléndidamente la gloriosa fecundidad del pueblo godo.

2. Con gran indulgencia, aunque merecidamente, te enriqueció la naturaleza con notable abundancia de todo tipo de bienes. Eres rica en frutos, copiosa en uvas, alegre en cosechas; te vistes de mieses, los olivos te ofrecen sus sombras, y las vides te sirven como vestido. Tus campos están llenos de flores, tus montes te hacen frondosa, y tus costas abundan en peces. Estás situada en la zona más agradable del mundo; gracias a ello, ni te abrasa el ardor del sol tropical, ni te agarrota el rigor de los hielos glaciales, sino que abrazada por la zona más templada del cielo, te nutres de felices céfiros. Porque, efectivamente, tú haces posible la fecundidad de los campos, el precioso valor de las minas, y cuanto de hermoso tienen los seres vivientes. Y de ninguna manera tienen por qué minusvalorarte esos ríos a los que ennoblece la merecida fama de sus rebaños.

3. Superas a Alfeo en caballos y al Clitumno en reses, por más que el sagrado Alfeo pueda entrenar a sus veloces cuadrigas por las pistas para hacerse con las palmas olímpicas, y el Clitumno se dedicara en el pasado a ofrecer en sacrificio enormes novillos en el Capitolio. Gracias a tus abundantísimos pastos, no necesitas ambicionar los prados de Etruria, ni, rebosante de palmas, te admiras ante los bosques de Molorco; tampoco sientes envidia de los carros de Élide en la carrera de tus caballos. Tú eres feracísima gracias a tus caudalosos ríos, los torrentes que arrastran pepitas de oro te visten de color amarillo, posees la fuente que engendra la mejor caballería, y te pertenecen los vellones teñidos de púrpura que brillan igual o más que los colores de Tiro. En ti se encuentra la piedra preciosa que brilla en el sombrío interior de los montes y resplandece casi como el sol.

4. Además, eres rica en hijos, en piedras preciosas y en púrpura; por otra parte, a tu gran fecundidad deben su existencia numerosos talentos y gobernantes de imperios, eres opulenta para encumbrar príncipes y feliz a la hora de parirlos. Con razón te deseó desde siempre la áurea Roma, cabeza de los pueblos; y, aunque el romano terminara un día poseyéndote gracias a su Romúlea fortaleza, al final el floreciente pueblo godo, tras numerosas victorias por todo el orbe, te robó el corazón y te amó, y goza ahora de ti con segura felicidad entre la pompa regia y el esplendor del imperio.

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